EL PARTO. 1778 (Capítulo IV)


Lavanderas, de José Mejía Vides washers.mejia_.vides_

Cuando María Xicotencatl cumplió 19 años de edad se enamoró por primera vez. Pero un año después se terminó casando sin amor con un criollo, debido a la palabra que empeñó su padre, quien trabajaba para éste. El criollo era hijo de un español dueño de una de las más grandes haciendas de la zona de Santo Tomás. Con el tiempo aprendió a tenerle cariño a su esposo y fue olvidando paulatinamente a su primer amor.

Durante los seis años siguientes María Xicotencatl tuvo tres embarazos, y tres varones mestizos y fuertes vinieron al mundo.

Desde que parió su primer hijo, María Xicotencatl sintió una diferencia marcada en su forma de ver el mundo. Había instantes en que presentía cosas. No había día de Dios que las corazonadas no la acompañaran. A veces también tenía sueños premonitorios que la atormentaban. Cuando por fin lo que ya había visto en sus sueños se volvía realidad, de alguna manera la embargaba un alivio, hasta que regresaba un nuevo presentimiento. En ocasiones eran acontecimientos que se podrían considerar muy importantes; pero la mayoría de veces eran hechos insignificantes del diario vivir.

La gente fue conociendo poco a poco la habilidad casi sobrenatural de María Xicotencatl y la buscaban para pedirle consejos sobre cuándo sembrar o cómo enamorar a la mujer de sus sueños; también acudían a ella para que las curara con sus medicinas vegetales, de las cuales conocía mucho, porque su viejo abuelo le había enseñado desde muy pequeña los secretos de las plantas. La gente la llamaba “la bruja”; pero en el buen sentido de la palabra. Todos confiaban en ella y la querían mucho, porque su manera de ser era la de quien mira a todos no simplemente con los ojos, sino con la profundidad del corazón.

A la edad de 30 años, en 1778, María Xicotencatl tuvo su cuarto embarazo; pero esta vez nació una niña, a la que llamó, desde antes de nacer, María Dolores. Aquella había anunciado y asegurado, desde que tenía tres meses de gestación, que el bebé que iba a tener sería una niña.

Cuando su embarazo llegó a los nueve meses, le ocurrió algo inusual. Salió a caminar por los alrededores de las propiedades de su marido, para buscar una planta aromática y rara que sólo ella sabía como cultivar. Mientras arrancaba unos retoños verdes, sintió que era observada. Miró hacia atrás y sorprendida dejó salir de su boca un pequeño gemido, aunque en su mente había sido un grito terrorífico, que luego se transformó en paz y tranquilidad interior.

-Te extrañé mucho, María Xicotencatl –le dijo una voz serena y familiar.

María Xicotencatl guardó silencio y le sonrió.

-Vine a despedirme –dijo Kérridat.

-¿Ya no vas a volver?

-Yo siempre estaré acá.

-Pero… ¿y entonces…?  –dijo María Xicotencatl-. Y guardando silencio y aunque un poco confundida miró con firmeza los ojos de Kérridat.

El ser alado con la mirada seria le dijo:

-La razón la sabrás en su momento; pero no tengás temor. Nunca tengás miedo.

El ser alado volvió a sonreír amistosamente, se dio la vuelta y corrió entre unos maizales. Unos perros ladraron. A unos metros de ahí, se elevó en vuelo y se perdió detrás de unos árboles de conacaste.

-Adiós, entonces, Kérridat –dijo María Xicotencatl, con la voz muy suave, sabiendo que él ya no la escuchaba.

Esa noche María Xicotencatl se acostó y durmió sosegadamente, hasta las tres de la madrugada, hora en que empezó a soñar y a moverse con ofuscación. Su marido, que era de sueño pesado, no se dio cuenta. María Xicotencatl balbuceó un par de palabras y empezó a sudar copiosamente. Soñaba una pesadilla terrible. Seguía moviéndose con locura hasta que repentinamente se sentó a la orilla de la cama y abrió los ojos aterrada por lo que había visto.

Tres días después de esa pesadilla, María Xicotencatl inició actividad lumbo-pélvica. Como en todos sus anteriores partos, ella no lloraba ni gritaba, soportaba los dolores con estoicismo. El parto fue difícil y largo. Eran las tres de la mañana y la partera, Justina Laguán –mujer muy experimentada- transpiraba intensamente, cosa que únicamente había hecho en dos ocasiones durante los cuarenta años que tenía de ser matrona, mientras se encomendaba con temor a Dios. Ella se daba cuenta de que María Xicotencatl estaba pasando por momentos muy críticos.

Parto indígena

El final fue fatal. Una hemorragia abundante e incontenible se desató en las primeras doce horas post alumbramiento.

Durante los últimos ciento veinte minutos que tuvo de vida, María Xicotencatl pidió ver a su recién nacida María Dolores, le dio un beso dulce en la pequeña frente y cerrando los ojos viajó hacia los caminos que estaban bordeados de pequeñas flores amarillas, allá por los meses de octubre, en su querido Santa Cruz Panchimalco. Una mano piadosa que acariciaba tiernamente la suya hizo que brevemente regresara a la realidad, abrió los  rasgados ojos negros y tiernamente con una bella sonrisa le correspondió a su esposo el gesto. Deseó poder tener fuerzas para encomendarle a sus tres hijos y a la pequeña María Dolores, pero no pudo, la pérdida de sangre era intensa. Cerró los ojos nuevamente y regresó a Panchimalco, ahí volvió a subir El Chulo, ya partido en dos; en la cima y viendo en el horizonte la intensa línea azul que teñía el final del cielo –el mar sosegado-, tomó la mano de su amigo, le acarició las alas y él le dijo algo ininteligible.

María Xicotencatl en su delirio miró por última vez a la recién nacida María Dolores. En ese preciso momento los gallos cantaron más fuerte que nunca, los perros aullaron y las aves se lanzaron despavoridas por los aires.

María Xicotencatl murió a las cinco de la madrugada.

Escrito por:

Érika Valencia-Perdomo

y Óscar Perdomo León

Pintura: Lavanderas, del salvadoreño José Mejía Vides.
Fotografía tomada por el brasileño Marcos Verícimo

3 respuestas a “EL PARTO. 1778 (Capítulo IV)

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.