MONSTRUOS


Me desperté bruscamente, ardiendo en fiebre y con las sábanas mojadas de sudor. Volví a cerrar los ojos y recordé. Eran ellos, los de siempre, que habían venido a visitarme en la madrugada. Eran los monstruos que hacían crujir mi cerebro. Hubo noches, como la de esa anoche de fiebre, en que soñaba con esas fieras maravillosas. Hubo momentos muy intensos, atrás en el tiempo, en que vinieron a poblar mi mente. Y quería verlos y al mismo tiempo huir de ellos.

No sé cuándo empezó mi fascinación por esas hermosas y escalofriantes bestias. Creo que fue durante mi niñez e inicio de mi adolescencia. Sentía simultáneamente –y siento todavía- mucha atracción y mucho temor hacia ellos. Estoy obsesionado, lo acepto.

Esa noche de la fiebre los vi con una nitidez y una cercanía inusuales.

A ella, a ese bello espantajo, la admiraba, y tenía el valor de acercarme a su presencia porque su tamaño no me intimidaba, pero prudentemente sólo hasta cierta distancia. A él, a ese feroz engendro, lo vi de frente (pero creo que nunca volvería a hacerlo); su tamaño me amedrentaba de verdad.

Ella era una suerte de danzarina impecable, nerviosa y exacta. Él, un bruto, un insensato y grosero depredador. Ella era sagaz y extremadamente mortal, y en décimas de segundo se abalanzaba y reprimía a su víctima. Él tenía imperturbabilidad, mordía una sola vez y a partir de ahí, cultivaba la paciencia, esperaba con tranquilidad a que el veneno infeccioso de su hocico inmovilizara a su sacrificada presa.

El origen de mi fiebre era una neumonía bien puesta y con todas las de la ley. Una tos perruna no me dejaba descansar. Mi esputo verdoso y el estremecimiento de mi cuerpo eran parte del ritual de las bacterias para conducirme hasta la muerte. Y esa sensación de no tener fuerzas ni para levantarme a orinar era lo peor de todo.

Mi esposa trajo a un médico. Después de examinarme, me inyectó un antibiótico y me prescribió unas cápsulas y un spray.

Mi esposa me dio más tarde un caldo de gallina, del cual sólo alcancé a tomar un par de sorbos y me quedé dormido nuevamente.  Y ahí estaban ellos otra vez. Ella y él eran como una especie de conocidos cercanos, como esos compañeros indeseables de escuela que te hacen bullying, pero que de alguna manera te ponés a pensar en ellos con curiosidad.

Ella era la mantis religiosa.  Y él, el dragón de Komodo.

Ella era agresiva cuando se le daba la gana y serena cuando acechaba.  Él no podía ocultar sus maneras salvajes.

El dragón era grande, medía 2.6 metros. En cambio, la mantis medía 6 centímetros. Ambos eran capaces de devorar a sus presas cuando aún estaban vivas; la mantis era realmente cruel, su canibalismo era extremo, ya que podía engullir la cabeza del macho mientras estaban en plena cópula. También el dragón era desalmadamente caníbal, en especial con sus crías.

En el mundo de mis pesadillas estaban siempre ellos, amenazándome, llenándome de pavor.  Y yo deseando huir y ansiando abrazarlos. Una dicotomía aberrante.

Con el pasar de los días fui mejorando de mi salud, pero no de mis pesadillas extravagantes. Ahora también durante el día me brotaban los malos sueños.

Mi esposa, con paciencia y generosidad, me cuidó hasta el cansancio. Una vez que las fiebres me fueron abandonando y estuve más consciente, me sentí conmovido por su solidaridad, por su amor desinteresado.

Pero una noche terrible, en que mi esposa estuvo dentro de mis pesadillas, atrapada, la vi transformarse duramente, sufrir una impetuosa metamorfosis. A continuación, me di cuenta que estaba verde y sumamente delgada y pequeña, saltando de rama en rama, con sus manos en posición religiosa, devorando a otros insectos.

Yo sentí un dolor agudo en todo mi cuerpo y vi con pánico y asombro cómo me iba convirtiendo en un lagarto atroz, un varano de piel gruesa y áspera, con una larga y poderosa cola, y una lengua bifurcada que olfateaba todo a su paso. Corrí bestialmente entre la hierba.

De pronto vi a mi esposa, frente a mí, grotesca, convertida en una mantis. Me di la vuelta y la ignoré, pero ella siguió enfrentándome, lanzándome improperios y amenazas. Volví a alejarme, pero ella no se detuvo. No soporté más y de un mordisco diminuto la mandé directo a mi sistema digestivo.

Testigos afirman que, de su cuerpo verde y esquelético, emergió, con violencia, sangre roja.  ¡Yo no recuerdo nada de eso!

Ahora, recluido tras estos barrotes, condenado de por vida en esta celda sucia, continúan fieles los monstruos, acompañándome noche y día.

Escrito por

Óscar Perdomo León.

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Imagen arriba:

La pesadilla, pintura de Henry Fuseli (1741-1825)

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4 respuestas a “MONSTRUOS

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