DONDE PAPÁ ÁNGEL


Cuando era niño me gustaba mucho jugar en la casa de mi abuelo paterno. Su casa era tan grande para mí que me sentía con toda la libertad de explayarme a gusto. Siempre me sentí bienvenido. En la entrada estaba –y aún está- el viejo almacén “El sol”. Mi abuelo casi siempre estaba ocupado con los clientes y la mirada la mantenía cubierta con un halo de reserva, no le quitaba los ojos de encima a los compradores. Yo entraba después de un “buenas tardes, papá Ángel” y me metía a la casa corriendo. Después de la sala estaba lo que yo buscaba: el patio, el solar y sus plantas. Para mí era como una selva, porque había árboles de mucha variedad, como guayabos, mangos, naranjas agrias y claveles que para mí eran gigantes. Sin embargo, los verdaderos gigantes eran los árboles de mango. Había tres, uno de ellos era ciertamente colosal, su tronco era tan grueso que era un gran reto treparlo. Había uno de “mango de brea” que tenía un sabor inolvidable. Pero los que más me gustaban eran los mangos “indios”; me los comía tiernitos, verdes, maduros y hasta cuando casi se estaban pasando de maduros.

Ir donde mi abuelo también era una experiencia satisfactoria porque ahí confluíamos los primos y era nuestra oportunidad de estar juntos; jugábamos fútbol, ladrón librado, de escondidas, salta burro (bom y portinyulo más jalón de oreja) y carrera de micos. Pero creo que nuestro juego favorito era subirnos a las grandes alturas de los “palos de mango”. Subirse y comer los mangos verdes con sal sentados en una rama, nos hacía sentir un placer tan inexplicable, pero muy relacionado con la victoria y la libertad. Creo que entonces nos sentíamos como los reyes del mundo, con el manjar más delicioso que puede haber: el mango. Éramos reyes sí, hasta que mi abuelo llegaba enojado a regañarnos –y con razón- por andar como monos subidos en las ramas más altas. En desbandada salíamos corriendo hasta el fondo del patio.

El líder natural -y por edad también- era mi primo Moris. Él, con su talante de seriedad, su fuerza, su tamaño, su evidente masculinidad y su voz de mando, hacía que todos los demás lo siguiéramos en sus planes y decisiones. Él y su hermano Willians eran los más hábiles en el uso de la hondilla, la honda de “muchas varas” y en el juego del capirucho. Una de las cosas que aprendí con ellos fue a jugar trompo; ¡ay de mis primeros trompos! Todos terminaban “calaciados” y hasta quebrados. Tuve trompos “ceditas” y “sazarazas”; aprendí a hacer bailar el trompo en el aire y cacharlo en mi mano: me quedaba mirándolo girar como a un planeta diminuto. Es increíble cómo todas esas cosas tan sencillas me hacían tan feliz.

Recuerdo que al fondo del patio había una vieja bicicleta con las ruedas sin neumáticos en donde todos los primos aprendimos a andar. Después de numerosas caídas y raspones en los brazos y rodillas, uno a uno de nosotros fue aprendiendo el arte del equilibrio. La bicicleta no tenía además frenos y hacía un ruido a tuercas rancias sin aceite que seguramente volvía locos a mi abuelo y a mis tíos.

Todos esos años que pasé las tardes de mi niñez en la casa de papá Ángel fueron una fuente de felicidad y aprendizaje para mí. Hay recuerdos de esa época que son casi fotográficos: los puedo ver y los tengo en mi mente y en mi corazón.

Texto y fotografías:
Óscar Perdomo León

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