Este poema que viene a continuación lo escribió el poeta atiquizayense Rodolfo Góchez, quien, a sus 97 años, aún se encuentra activo escribiendo y además armando, poco a poco, un pequeño museo de literatura en un rincón cálido de su casa. Sueña que en un futuro los jóvenes de Atiquizaya puedan visitarlo y aprender algo sobre arte. Hace un par de días visité a don Rodolfo y me mostró un poema que escribió para mi abuelo, Ángel Perdomo, quien era su amigo.
La historia de mi abuelo, que fue huéfano de padre y madre desde niño, es muy dura; pero también es un ejemplo a seguir en muchos sentidos. Les contaré un poco sobre su vida más adelante, después de mostrarles el poema del que les hablo.
Óscar Perdomo León
ANTE SU FERETRO
No pude ver la decisión postrera
de tu encendida llama contra el viento,
ni el último recurso que tu aliento
puso al final de la glacial frontera.
No pude estar en la intrigante espera
que dio a tu corazón el desconcierto
para negarle el ostensible acierto
del convulsivo reto que te hiciera.
¡Ya estabas deshojado como un roble!
¡Sereno… en actitud imperturbable
como desciende el sol en el ocaso…!
Y ante la estupefacción de tu alhaja
un hastapronto yo atiné en voz baja,
con unción de responso… en tu regazo…
Poema escrito por
Rodolfo Góchez
LA HISTORIA DE UN HUÉRFANO
A principios del siglo XX nació mi abuelo Ángel Perdomo y a muy temprana edad quedó huérfano (él y otros hermanos) de padre y madre. Y siendo un niño de 6 ó 7 años, se marchó a pie de Atiquizaya, su pequeño pueblo natal salvadoreño, hacia Guatemala, en una tarde de mucho viento y frío. Se fue siguiendo una caravana migratoria. Su historia podría parecer falsa, pero es tan verdadera como la luz del sol que nos alumbra.
Podrán imaginarse el desamparo, el hambre y la soledad que pudo haber sentido este pequeño niño, caminando entre extraños, siguiendo una ruta desconocida y desligándose de sus otros hermanos huérfanos.
Caminaron muchos días y descansaron bajo los árboles. Apenas sí comían. Al mediodía de uno de tantos días, llegaron a un pequeño pueblo chapín. Mi abuelo se sentó a descansar a la orilla de un zaguán y vio que adentro había una sastrería. Los trabajadores se afanaban encima de las telas y por momentos, sin dejar de trabajar, platicaban y bromeaban entre ellos. El pequeño niño se quedó mirando hacia adentro y, cansado por el largo viaje, ya no se movió de allí. Cuando eran como las seis de la tarde el dueño de la sastrería, que empezaba a cerrar las puertas, vio al pequeño sentado con la cara sucia e inocente y le dijo:
-Niño, andáte para tu casa, te van a regañar tus papás.
Y el niño, con la mirada totalmente sincera y con la voz firme le contestó:
-Yo no tengo casa ni papás.
-¿Y de dónde venís, pues?
-De Atiquizaya.
-Mirá, mujer -le dijo el viejo sastre a su esposa- este pobre patojo no tiene donde dormir. Dale un poco de comida.
Y el niño entró apresurado al oír la palabra comida, sin saber que se iba a quedar en esa casa durante varios años. Esa noche por fin durmió bajo techo. Esa noche por fin no tuvo pesadillas.
Al día siguiente, muy temprano, el pequeño niño, sin que nadie le hubiera dicho algo, se puso por su cuenta a barrer la basura que quedó en el taller de la sastrería y luego se fue a acarrear agua del pozo. Cuando el viejo sastre despertó y vio lo que el niño había hecho le dijo a su mujer, con una sonrisa de satisfacción:
-Mirá qué patojito más arrecho, ¡ya se ganó el desayuno!
Y así mi abuelo conquistó el cariño del viejo sastre, de quien poco a poco aprendió el oficio. Cuando cumplió 14 años de edad recibió de regalo unas tijeras, grandes y filosas. Pero cuatro días después el viejo sastre falleció y mi abuelo volvió a quedar huérfano, una vez más. Entonces decidió regresar a El Salvador.
Ángel regresó a su ciudad natal y pequeña con la habilidad de ser sastre y con un par de tijeras en sus manos. Era todo lo que tenía. Pero era un joven emprendedor, con la frente amplia y los ojos negros; su cabello rizado siempre estaba bien recortado. Tenía una estatura mediana. Traía una experiencia grande a su corta edad, ganada a fuerza de golpes y de prisa; parecía que su lema favorito era resistir. La tragedia de muerte, una tras otra, y la espinosa quemadura de la pobreza y la orfandad, le habían revelado, felizmente, que él era un muchacho valiente, un hombre valiente, un sobreviviente tenaz; por eso en su mirada había un filo de audacia y de firmeza; sus movimientos eran varoniles y seguros; y había en su corazón, trotando, un caballo de larga crin y de gigantesca estatura.
Así que Ángel empezó a hacer pantalones por encargo de uno de los almacenes de la ciudad. También comerciaba con guatemaltecos que llegaban cada mes, con sus ventas de colchas, frutas, etc. Acostumbrado desde niño al esfuerzo, y al esfuerzo intenso, no cedía nunca ante la holgazanería; por el contrario, siempre estaba dedicado a su trabajo u ocupado pensando en cómo hacer crecer su incipiente negocio. Fue entonces que, para esos días, le pidió prestado a su hermano Emigdio 50.oo colones, para invertir en telas y otros artículos. Buscando telas fue como conoció a la mujer que sería su verdadero amor. Ella era una joven santaneca que llegaba a Atiquizaya a vender telas con su madre. Era una muchacha de rostro bonito y con una expresión deliciosamente serena. Sus ojos oscuros contrastaban armónicamente con su piel clara. Su cabello, el cual le daba un no sé qué de altivez que no ofendía, era negro, liso y muy bien cuidado. Su nombre era Ana Domitila y ya tenía un hijo, como madre soltera. Era, al tratarla, alegre y muy comunicativa.
De tal manera, que el día que se conocieron no se hizo esperar. Desde el primer día que Ángel se acercó a ella para comprarle telas, hubo entre ellos un chispazo, un entendimiento silente, un saber que entre ellos inevitablemente algo pasaría.
Ángel vivía en un cuartito sin luz eléctrica. Y sin importar eso, con el tiempo, Ana Domitila lo siguió y se fue a vivir con él a ese lugar. Era un espacio pequeño pero lleno de amor.
Con los años, impactados de trabajo y sacrificio, Ángel llegó a tener su propio almacén, en donde se vendían telas, zapatos, sombreros y otros artículos de vestir y del hogar. Además llegó a tener varias casas y automóviles. Y de una niñez plagada de pobreza y orfandad, pasó a tener las comodidades que el dinero da y, por si fuera poco, una familia numerosa.
Pero la vida, que no es justa, le tenía reservados dos golpes de muerte más, que lo apalearon intensamente: la muerte de su esposa Ana Domitila, en 1962, de una enfermedad crónica y rapaz. Y la muerte temprana, súbita e inmerecida, en 1972, de su hijo mayor, Óscar Alfredo Perdomo Escobar, quien era mi padre.
Pero Ángel Perdomo, que nunca fue un cobarde, siguió adelante con su vida. No era un insensible. Casi 20 años después de muerto mi papá, yo platicaba con mi abuelo y él no pudo evitar derramar unas lágrimas frente a mí al recordar a su hijo muerto. ¡20 años y todavía lloraba a su hijo! Dicen que es el dolor emocional más grande que un ser humano puede sufrir: perder un hijo.
En 1994 un infarto llevó a mi abuelo a ser hospitalizado en Santa Ana. Mi mamá lo fue a visitar y me cuenta que cuando ella entró a la habitación del hospital, él la miró y se le humedecieron los ojos. Creo que ya sentía que era su final y al ver a mi mamá volvió a recordar a su hijo muerto, es decir, a mi padre.
Al día siguiente, mi abuelo se reinfarto y falleció, pienso yo que satisfecho de su vida y con una larga descendencia corriendo hacia el futuro.
Tres de las muchas bisnietas de Ángel Perdomo
Texto:
Óscar Perdomo León
Fotografías:
Érika Valencia-Perdomo
Óscar Perdomo León