-¿Y vos que a ser cuando seás grande?
-Méquico.
Las risas explotaron a mi alrededor. Las sonrisas y los rostros me miraban desde arriba.
-¿Médico?
-Sí, méquico-
***
Aunque vivo en un país pobre de Latinoamérica –El Salvador- tuve la suerte de cumplir mi sueño, el que tuve desde que era un pequeño niño que apenas podía pronunciar las palabras. Desde que tengo memoria siempre supe que sería médico.
En el camino hacia mi destino tropecé y caí varias veces. Creo que la vida no tendría ninguna gracia si no se nos presentaran dificultades que resolver. A veces en la búsqueda de esas soluciones el universo conspira para que veamos o caminemos otros senderos diferentes al trazado, antes de que retomemos el rumbo. Esas cosas me pasaron a mí y estoy seguro que no sería quien soy si no hubiese tenido ese enriquecimiento.
Toda experiencia que he vivido me ha hecho más rico cada día, no en dinero, pero sí en espiritualidad y conocimiento. Con los años he aprendido a amar la vida y toda la diversidad que se manifiesta palpitante en este planeta y más allá, la variedad de rostros humanos y animales, de hojas y de frutas, de suelos y de lluvias…
Cuando estaba en cuarto grado de la escuela primaria tenía 10 años de edad. A mediados de ese año escolar y justo después de enfrentarme a unos exámenes de Estudios Sociales e Idioma Nacional, inicié con fuertes fiebres que me tumbaron en la cama y me sumergieron en delirios fantásticos y absurdos, en sueños y pesadillas que se mezclaban entre mi consciencia y mi subconsciente; todas las imágenes y sonidos que veía y escuchaba dentro de mi cabeza se conjugaban y deformaban para llenarme de terror, y es una cosa verdaderamente fascinante entender que las pesadillas infantiles están repletas de una imaginación ilimitada.
No sólo la cabeza me funcionaba erróneamente, sino también la piel, en la cual brotaban unas ampollas pequeñas y pruriginosas llamadas vesículas, llenas de un líquido claro que se rompían al menor contacto. Me salieron también pápulas y costras.
En mi aciago estado de salud, varias noches y varios días me parecieron infinitos.
Cuando recuperé por un momento la razón y volví a este mundo «real», empecé a sentirme mejor, y recuerdo que un tío-abuelo que había llegado a visitarnos se ofreció para hacerme una cura mágica y vegetal que había aprendido más allá de unas montañas de Guatemala.
Mi tío-abuelo, cuyo nombre era Nemesio, era un trotamundos de a pie, que odiaba los automotores y que pensaba, además, que andar a caballo debilitaba el espíritu del viajero. Así que había recorrido toda Centroamérica y México caminando, comiendo en un lado, durmiendo en otro, trabajando de esto y de aquello…
Mi mamá, en su aflicción por mis fiebres, vio su llegada como un acontecimiento de la fortuna divina, mi tío-abuelo fue para ella un ángel enviado para salvarme.
La cura era muy simple y sólo requería que él dijera en voz alta unas oraciones a su Dios, masticara una cabeza de ajo, hiciera una especie de tubo con papel periódico y soplara a través de él todo su aliento sobre mi humanidad, incluyendo mi rostro y fosas nasales…
Yo pensé en ese momento que con ese olor cualquier enfermedad terminaría muerta y de verdad creí que, después de ese rito mágico-religioso, me había curado.
A continuación de eso mi tío Nemesio almorzó con nosotros y nos contó muchas historias. Luego se marchó por mucho, mucho tiempo.
Mi enfermedad era muy común y se llamaba varicela, y debo decir que mi mamá, que es una mujer de mucha fe, todavía continúa agradecida con mi tío-abuelo por haberme curado. Recuerdo que, mucho tiempo después, cuando yo era estudiante de Medicina, recordaba de vez en cuando ese evento patológico de mi niñez y también me sentía agradecido con mi tío Nemesio por su –aunque inútil- buena intención. Muchas infecciones virales tienen una vida auto-limitada, siempre y cuando no se sobre-infecten con bacterias. Y mi varicela ya iba de salida para cuando llegó mi enigmático tío-abuelo.
Lo que yo no entendía para entonces, en esos días de joven estudiante de Medicina, es que la fe es una parte muy importante para la curación y recuperación de los pacientes, entendiéndose la fe en este caso como la creencia positiva de que los medicamentos de verdad nos harán bien.
Para un médico o un estudiante de Medicina hay una delgada línea entre sentirse seguro del conocimiento y los excesos de petulancia. Pero ya me metí a hablar de Medicina y de arrogancia y ese no es el punto al que quiero llegar (por el momento).
Un día después de la cura sobrenatural de mi tío-abuelo me sentí mucho mejor y pude sentarme en la ventana de mi casa que daba a la calle, para mirar a la gente pasar.
Estando sentado en la ventana, casi al mediodía, un compañero de la escuela al que conocíamos como Vanegas, me reconoció y se quedó platicando un rato conmigo. Le conté lo de mis fiebres y él me contó que mi nombre estaba en la pizarra que colgaban los profesores en un pasillo de la escuela con las mejores notas de cada mes: mi nombre estaba en el primer lugar del cuadro de honor.
Texto y fotografías:
Óscar Perdomo León
Estimado Dr. Perdomo:
Ya tuve la oportunidad de leer «Honor y Fiebre», trabajo escrito realizado por usted. Quiero decirle que he gozado bastante y también, a través de esas líneas, he podido entrever el porqué es usted una persona pensante, reflexiva y profundamente espiritual, aunque no necesariamente religiosa.
«Honor y Fiebre» me ha hecho pasar un momento realmente agradable. Y me ha encantado que usted es un médico de genuina vocación.
Felicitaciones al «méquico».
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Muchas gracias por sus palabras Licenciada.
Y gracias por leer mi blog.
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