«UN PASEO POR LA VIDA». Fragmento del capítulo V.


Ya en la alborada de las tempestuosas hormonas de la adolescencia, «el chele» Virgilio siempre seguía inventándose alguna travesura para divertirse o para mostrar que él siempre estaba a la delantera de los otros. Era un pillo no mal intencionado, que continuaba afanoso haciendo fechorías de niño-grande, como si hacerlas fuera su deber. Esta vez la travesura se relacionaba con el sexo. Virgilio, que para entonces tenía 17 años, fue el primero de los tres que tuvo relaciones sexuales, y no fue con una jovencita, sino con una mujer muy vivida que trabajaba en un prostíbulo, hecho que cantó a los cuatro vientos entre los jóvenes amigos de su edad. A los pocos días de eso, incitó al Conde y a Miguel a ir con él al burdel. Al Conde y a Miguel les gustó la idea, pero ambos tenían miedo, aunque también querían tener esa experiencia que a sus ojos había convertido al «chele» en un hombre de verdad.

El Conde y Miguel se fueron a deliberar sobre el tema. Su disyuntiva, según les había dicho el «chele», era la de convertirse en hombres o vivir el resto de sus vidas como “mariquitas”. Miguel y el Conde se reunieron en el parque y luego se fueron a caminar a la orilla de una cancha de fútbol. Ahí se la pasaron horas y horas reflexionando o tratando de ser más fuertes que su temor a entrar a la casa de citas. Cuando se decidieron por fin, se fueron a contarle su valiente decisión a Virgilio, quien les prometió acompañarlos por la tarde, para que no fueran solos. Ese mismo día, cuando el sol empezaba a declinar, los tres caminaron juntos hasta un serrallo conocido como “Las bellas durmientes”.

Se quedaron un rato en la calle, mirando desde afuera el lugar del placer y la perdición, tomando aire y agarrando fuerzas y coraje para poder entrar. Después de un par de minutos, por fin entraron, siguiendo a Virgilio, quien, según mostraba en su forma de caminar y en sus gestos, se creía ya todo un experto.

En el interior la atmósfera era grisácea, llena de humo de cigarrillo y con las luces bajas. Una señora gorda, de unos cincuenta años, que estaba sentada tras una barra de licor, con la mirada fría y cara de mala, era la dueña y proxeneta del local. Cuando los tres jóvenes entraron, Virgilio continuó con su actitud de mostrarse muy seguro y de intentar dar la impresión de ser un viejo lobo, todo un versado en mujeres de la vida alegre. Miguel y el Conde, por el contrario, se veían un poco irresolutos, cohibidos, con la aprensión que no podían ocultar en sus miradas. La dueña del local, con su actitud de indiferencia y con un desgano sincero en la expresión de su cara, cambió de pronto al reparar en los tres menores de edad. Cuando los jóvenes se acercaron al bar, ella les dirigió unas palabras:

-Pasen adelante –e instantáneamente soltó con ironía una sonrisa pequeña, pero poderosa, al ver a los tres pichones que “querían ser hombres”. Con la mirada le indicó a una de las prostitutas que se acercara a ellos. La chica, que era un poco mayor que las otras junto a quienes estaba sentada, y que además era un verdadero caramelo de voluptuosidad, obedeció inmediatamente y caminó hacia los tres muchachos, contorneando el cuerpo como una artista de la seducción.

El Conde, Miguel y Virgilio se quedaron congelados mirando a la mujer y admirando su belleza. Parecía una tigresa acechando a sus presas, una bruja tan bella como la de «Hechizada», pero en versión morena. Los tres metros que la mujer caminó hacia ellos, les pareció una película de tonos grises en cámara lenta, en donde la minifalda    –muy corta- de lona, era la artista principal. Al llegar frente a ellos les sonrío y les ofreció algo de beber. Como querían parecer muy machos, los tres pidieron cerveza.

La chica platicó jovialmente con ellos y al rato ya había hecho trato. Uno por uno fueron pasando a las diferentes habitaciones, cada quien con su chica de la diversión. Sólo «el chele» Virgilio se quedó afuera, sonriente y triunfante, orgulloso de ser quien propiciara la iniciación de sus amigos en «las artes del amor».

En el cuarto donde entró Miguel había en el fondo una imagen de la Virgen de la Paz colgada en la pared; casi junto al impoluto cuadro de la madre de Dios estaba un cartel a colores de Donna Summer, la cantante-diosa de ébano, y a la par, un calendario con una mujer semidesnuda. La muchacha entró primero y se sacó de un tirón la blusa y la falda corta, y luego se quitó el sostén sin pretensión alguna; los pechos liberados eran grandes y muy bien hechos. Cuando estaba por bajarse el calzón, se dio cuenta que Miguel estaba paralizado mirándola. Tenía los ojos casi desorbitados explorando cada parte de su desnudez. Ella, que podría tener unos 20 años de edad, sonrió de manera comprensiva y se acercó a él. Le ayudó a quitarse la camisa y lo haló hasta la orilla de la cama; ella se sentó y él quedó de pie. Le bajó el zipper del pantalón y le hizo entonces una felación relativamente corta, pero que fue suficiente para que él cerrara los ojos y sintiera que estaba tocando el paraíso. Suspiró profundo y le acarició la cara a la chica. De pronto en una explosión intensa, eyaculó una gran cantidad de semen espeso. Sus piernas se aflojaron y cayó sobre la cama…

El Conde fue conducido de la mano por la primera mujer que se había acercado primero a ellos, y era mucho mayor que él, de unos 35 años; era sensual y bella del rostro, con el cuerpo muy bien cuidado. El Conde, al contacto con la mano de ella, sólo con eso, tenía ya una erección húmeda verdaderamente rígida. No sólo era la mano de ella la que lo guiaba, era también su perfume delicioso, nigromante, que lo hacía fantasear antes de llegar al lecho de la lujuria. Ella sonreía coqueta y le hablaba con soltura palabras triviales que a él le parecían poemas. Su voz, ligeramente ronca, le daba un agregado de sensualidad a la mujer. Además, sus maneras tan bonachonas y alegres, hicieron que el Conde se sintiera tan en confianza con ella que el temor se le fue desvaneciendo poco a poco. Al entrar a la habitación ella lo abrazó y le empezó a desabotonar la camisa; él intentó besarle la boca, pero ella lo evadió. Siguió sonriendo mientras se acercaba a la cama quitándose la ropa y lanzándola por los aires; pero lo hacía de una manera lenta, trabajada, ensayada, con la más premeditada intención de hacer imaginar de una manera vívida el placer que tras sus ropas había. Así, se bajó la falda de lona poco a poco y le mostró el blanco calzoncito transparente, adornado con encajes finos, revelando sutilmente el vello pubiano. La blusa se la quitó de encima y la arrojó contra un espejo. El sostén se lo fue quitando muy, pero muy lentamente y luego lo lanzó con suavidad hasta la cara del Conde. Éste sintió que la excitación en el centro de su cuerpo se elevaba como leche hirviendo y sintió como si su pene fuera a estallar en cualquier momento. El Conde se empezó a desvestir torpemente sin dejarla de mirar. Ella, mientras lo veía pícaramente, empezó a masturbarse lentamente. Él se le acercó y  le tomó la mano a ella, y en un arranque de instinto animal, se la llevó a su nariz y la olió con devoción, con una aspiración profunda. Ella sonrió al ver la entusiasta lujuria de él. Luego, con un movimiento lento y sensual de la mano lo llamó y abrió las piernas; en ese momento el Conde se montó sobre ella y trató de penetrarla, pero sin éxito: ella comprendió la situación de su inexperto cliente y entonces tomó su pene y lo colocó en su introito vaginal. El Conde entró y sintió un calor húmedo que lo hizo pensar en la música y en los bosques. Pero al mismo tiempo se sentía cautivado por la personalidad extrovertida y simpática de la mujer, por lo que trató de platicar con ella mientras movía rítmicamente su cadera. Ella le seguía el movimiento con su cadera, y también le seguía la plática. Pero todo pasó muy rápido. De pronto, como en un abrir y cerrar de ojos, una mano golpeó la puerta de la habitación y una voz áspera y torva se escuchó afuera:

-¡Magaly, ya es hora!

La mujer empujó al Conde y de prisa empezó a vestirse.

-Mirá, lástima que no has terminado, pero ya me tocaron la puerta y si no salgo me van a regañar.

La burbuja del encanto se rompió en un instante. El Conde quedó confundido, pero igual se vistió rápidamente y salió a reunirse con sus dos amigos como quien ha ganado el maratón olímpico, pero con un sabor agridulce en el corazón.

En el bar sus amigos lo esperaban.

-¿Cómo te fue, Conde?

-¡Buenísimo, buenísimo! –mintió el Conde y ocultó su frustración a sus compañeros de aventuras, mientras sentía ya un fuerte dolor de testículos.

Los tres jóvenes salieron de la casa del desenfreno sintiéndose hombres hechos y derechos, cargando una sonrisa en los labios, pero caminado con rapidez, porque no tenían permiso para llegar tan tarde a sus casas.

Texto y fotografía:

Óscar Perdomo león

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