Mi madre, cuyo nombre es Noemi, nació en 1940. Creció en un ambiente sano, en donde respetar a los adultos y venerar los consejos de cocina de su madre eran cosas sagradas. En la casa donde vio su niñez y su adolescencia, que estaba en una pequeña ciudad del occidente de El Salvador, llamada Atiquizaya, había también una tienda y un molino de nixtamal.
Por las tardes y las noches salían a jugar a la calle, en un barrio donde la seguridad era algo que se tenía por sentado. Todos los niños y las niñas de los alrededores se reunían para jugar, bajo la luz tenue de las luces de las calles.
Mis abuelos tenían un par de terrenos, en donde cultivaban tomates, chiles verdes, café y un sin número de deliciosas frutas, como mangos, anonas y jocotes.
En una ocasión mi mamá y su hermana Delfi, ya siendo adolescentes, a mediados de 1954, se levantaron a las 4:00 a.m. para ir a cortar el tomate. Las acompañaba el hermano mayor de ellas, Humberto, quien iba manejando el camión en donde traerían todo el tomate.
Pero ya avanzada la mañana y mientras se tomaban un descanso de la corta del tomate, decidieron comerse unos marañones y ambas, mi mamá y mi tía Delfi, se subieron a al árbol a cortar la codiciada fruta. Pero estando arriba, a mi tía Delfi le entró dolor de cuerpo y fiebre.
-Noemi, me siento débil. No me puedo bajar.
-Hacé el esfuerzo. Sólo es un pequeño tramo…
No había terminado de hablar mi mamá, cuando mi tía Delfi cayó del árbol, como de una altura de un metro y medio. Ya estando en el suelo, mi tía se quedó inmóvil, con los ojos cerrados y como si no respirar. Mi mamá se afligió mucho y pensó que su hermana había fallecido.
Bajó rápidamente desde la parte tan alta donde estaba y se acercó a mi tía.
-¡Delfina, Delfina!
Mi tía se veía muy mal. Estaba ardiendo en fiebre y casi no se movía.
-¡Delfi, decime algo, por favor!
Mi tía Delfi abrió lentamente y con dificultad sus ojos. Entreabrió los labios; parecía una moribunda que iba a pedir su último deseo. Dejó escapar una queja y le dijo débilmente a mi mamá:
-Llevame a la casa; pero no te olvidés de traerte los marañones…
Posdata de 2012. Mi mamá y mi tía, a sus setenta y pico de años, viven como a un kilómetro de distancia entre ellas y se visitan a menudo mutuamente.
Texto:
Óscar Perdomo León
Fotografía tomada por mi hermano Mario Roberto: Mi mamá, con su sonrisa divina.