Dicen que el trato diario con las abuelas es lo más dulce que nos puede ocurrir. Cuando yo nací mis dos abuelas ya habían muerto, así que yo nunca tuve -ni tendré- esa maravillosa experiencia.
A mis abuelos sí los conocí. Mi abuelo materno, Gregorio, era músico de corazón, pero trabajaba en la agricultura. Tocaba y fabricaba sus propios instrumentos como guitarras, violines y mandolinas, y le encantaba la vida bohemia y el desvelo. Tuvo muchas aventuras de faldas y de otras especies. Una vez casi lo mata un toro y su yegua favorita inesperadamente lo salvó. Varias veces mi pícaro ascendiente escapó de ser alcanzado por las balas de uno que otro marido celoso. Se saltó varios muros y caminó sobre los techos de las casas vecinas. Estuvo cerca de ser asesinado por las fuerzas militares del General Martínez en 1932, pero un empleado de la alcaldía que lo quería mucho les dijo a los soldados que mi abuelo “no era comunista”. Había heredado de su padre varias fincas y terrenos, los cuales fue perdiendo uno por uno, poco a poco. Me gustaba escucharlo y verlo tocar. Su instrumento favorito era la mandolina. También me gustaba oírle contar sus anécdotas, aunque en su vejez repetía un par de ellas con insistencia. En los últimos años de su vida tuvo un evento cerebro vascular que le inmovilizó todo el hemicuerpo derecho y que le trastornó el habla; pero no se dio por vencido: aprendió a escribir con su mano izquierda, cultivó con esfuerzo nuevamente su lenguaje y rasgueaba como podía, en la vieja guitarra, valses y boleros de principios de siglo. Por las noches, en un “cuadernito de escuela”, inventaba y escribía pequeñas historias o canciones que parecían retratos descoloridos, en sepia, de un El Salvador remoto.
Mi abuelo paterno, Ángel, por el contrario, nació en la más cruel pobreza y quedó huérfano de padre y madre a los 7 años de edad. Viajó entonces a pie siguiendo una caravana que emigraba de Atiquizaya, departamento de Ahuachapán, hacia Guatemala. Caminó muchos días y descansaba bajo los árboles. Apenas sí comía. Al mediodía de uno de tantos días, llegó a un pequeño pueblo chapín. Mi abuelo se sentó a descansar a la orilla de un zaguán y vio que adentro había una sastrería. Mi abuelo, siendo un pequeño niño, se quedó mirando hacia adentro y ya no se movió de allí. Cuando eran como las seis de la tarde el dueño de la sastrería empezó a cerrar las puertas, vio al pequeño sentado con la cara sucia e inocente y le dijo:
-Niño, andate para tu casa, te van a regañar tus padres.
Y el niño, con la mirada totalmente sincera y con la voz firme le contestó:
-Yo no tengo casa ni “papás”.
-¿Y de dónde venís, pues?
-De Atiquizaya.
-Mirá, mujer -le dijo el viejo sastre a su esposa- este pobre patojo no tiene donde dormir. Dale un poco de comida.
Allí vivió mi abuelo hasta la adolescencia; sin embargo regresó a Atiquizaya sin más posesiones que un par de tijeras en las manos que el viejo sastre, un poco antes de morir, le había regalado. Pero traía además una experiencia grande a su corta edad, ganada a fuerza de golpes y de prisa; parecía que su lema favorito era resistir. La tragedia de muerte, repetida una y otra vez, y la espinosa quemadura de la pobreza y la orfandad, le habían revelado, felizmente, que él era un muchacho valiente, un hombre valiente, un sobreviviente tenaz; por eso en su mirada había un filo de audacia y de firmeza; sus movimientos eran varoniles y seguros; y había en su corazón, trotando, un caballo de larga crin y de gigantesca estatura. Trabajó duro y ahorró mucho. Primero laboró como sastre y luego como comerciante. Con el tiempo llegó a vivir de una forma desahogada, económicamente hablando. Al punto que consiguió tener varias casas y un almacén bastante fuerte. Era un hombre muy disciplinado. Me acuerdo que le gustaba leer.
De mis dos abuelos aprendí. Eran tan diferentes en su manera de ser; pero tan parecidos en su honradez y en su pasión. A los dos les di mi cariño y mi respeto.
Sin embargo, el objetivo real de escribir hoy es para referirme al “Libro de Lillian”. Pido disculpas por la enorme digresión inicial; pero tenía cierta finalidad y era la de que comprendieran cómo llegué a conocer y a amar a mis abuelos. Y al leer el “Libro de Lillian”, del respetado y fecundo escritor y poeta David Escobar Galindo, pude sentir emociones familiares que tocaron lo más hondo de mi corazón y que me alborotaron los recuerdos.
El poemario fue publicado por primera vez en 1976, después en 1983, en 1988, en 1989 y luego fue incluido y publicado en la antología poética personal “El guerrero descalzo”, en 1990.
David Escobar Galindo, quien nació en Santa Ana, El Salvador, en 1943, alguna vez escribió: “…mi abuela murió un 22 de junio… y con su recuerdo vivo escribí un pequeño libro: el Libro de Lillian…”.
El “Libro de Lillian” es un poemario exquisito escrito en 1975 y que Escobar Galindo dedicó a su abuela materna, Doña Lillian –Lillie Emma Elizabeth Pohl Müller de Galindo-, una joven estadounidense de origen alemán que, por circunstancias de la vida, llegó a nuestro país y en el cual se quedó a vivir hasta el día de su muerte. La belleza de este libro es innegable. Creo que sólo con la sinceridad del amor verdadero (y con el talento, que únicamente tienen unos pocos) se puede escribir algo así.
El azahar del aire revive tu palabra.
La canela del pan desata tu recuerdo.
El ojo de la lluvia multiplica tus ojos.
La luz de la cocina se cobija en tus manos.
La noche soledosa respira por tus libros.
La edad de la jalea pronuncia tu alegría.
El color de la tierra testifica tus pasos.
El sabor de la leche restaura tus mejillas.
El azúcar más clara ilumina tu frente.
Las fieles cabañuelas derraman tu enseñanza.
¡Oh dadora inefable,
fuerte mujer de harina,
pan prometido siempre
con promesa cumplida!
El destello del agua proclama tu limpieza.
La transparente nube reúne tu paisaje.
Tu corazón se llena de rocío remoto.
Los caminos recogen tus canciones antiguas.
Respeta el sol tu fresca Biblia de cuero viejo.
El espejo conserva la bondad de tu mano.
Las sillas te revelan por instinto de bosque.
Los árboles animan tu pulso para siempre.
En suave niebla nórdica tus brazos te dibujan.
Se dibujan tus brazos en lábaros del trópico.
La pasión del jardín te rodea y te alaba.
Anda el ángel buscándote con lumbre memoriosa,
pero tú no abandonas el sol de tu cariño,
la estancia donde reina el azahar del aire,
donde suena tu voz y encuentra corazones.
¡Oh dadora inefable,
fuerte mujer de harina,
pan prometido siempre
con promesa cumplida!
III
Lillian y Claudia fueron las amigas del viento,
el que ondula sin fin la flor de los cañales,
allá en los frescos días de Armenia provinciana,
cuando el siglo estrenaba sus primeros manteles,
por las suaves alturas del año dieciséis,
literalmente humanas las doncellas de nácar,
los ojos donde el ansia prende sus mariposas,
las canciones ingenuas del idioma extranjero,
la norteña llamada de los mares brumosos.
Así leyeron juntas a poetas y sabios,
mientras el agua verde doblaba los guarumos
y manchas de pericos sacudían la ausencia;
con las aguas del pozo se lavaban los rostros,
y en esa agua algún duende puso la flor sagrada,
la videncia y la voz del futuro naciente.
…hoy, Lillie y Claudia mías, abuelas insondables,
espíritus de grácil densidad fervorosa,
amigas en el eco de la edad repetida,
manantiales que se unen en la justa palabra,
a ustedes dos destino la vigilia del tiempo,
la pureza del humo que del norte florece
para coronación de ecuestres litorales.
Les canto como a diosas de un océano propio,
como a reveladoras de un culto sin reservas,
paralelas memorias que anuncian el misterio
de ser y trascender por incógnita sangre.
Yo las saludo en medio de sus luces pulsadas,
entro en sus corazones como en casa de arcángel.
Claudia Lars también escribió a cerca de Lillian (2):
Claudia Lars ***
“Era una joven delgada y pensativa, con tranquilos ojos claros y pelo color de paja. Para su edad había leído mucho, y estaba decidida a no quedarse al margen de los acontecimientos del mundo porque el destino la condenaba a permanecer –no sabía por cuanto tiempo- en un pueblecito (4) del istmo centroamericano. Como resultaba peligroso que una muchacha tan agraciada viviera sola en la plantación, se le invitó a ocupar un cuarto de nuestra casa, siquiera para mientras podía establecerse en otro lugar del país, o vender la propiedad y regresar a su patria.
“Debo a la joven extranjera el conocimiento de muchos libros de la literatura inglesa, y le agradezco todavía su inteligente compañerismo, que estimuló mis primeros intentos de escritora y que me abrió luminosos caminos hacia el porvenir. Por eso me es grato recordarla en este libro.
“Mi dormitorio –vecino al de ella- se fue llenando de revistas ilustradas y de periódicos de Nueva York y San Francisco, y la gran república del norte –cuna de Lincoln y del libérrimo Walt Whitman- se me volvió más familiar y próxima. Un vivo deseo de conocer parte de su grandeza empezó a crecer en mi corazón.
“La pobre Lilian debe haberse sentido en medio de nosotros como canario entre tordos, pero era tan conforme y modesta que disimulaba incomodidades, descuidos, y hasta impertinencias. Su Biblia forrada en cuero –que constituía el asiento de su fe y de su valor- pasó a mi escritorio en varias ocasiones, y aunque este libro sapientísimo me había iluminado muchas veces anteriormente, ahora tomaba ante mis ojos un nuevo sentido y se me iba transformando en algo esencial.
“Todavía recuerdo aquel dulce canto que Lilian me enseñó una noche, entregándome cada palabra de él con sumo cuidado, a fin de que yo aprendiera a pronunciarlas perfectamente:
“Cuando llegué esta vez a mi casa no encontré en ella a Lilian. Estaba en San Salvador, arreglando un asunto que siempre tiene importancia para cualquier mujer: iba a contraer matrimonio… No puedo negar que la noticia de su viaje a la capital me causó más dolor que regocijo, pues en un pueblo como el mío la pérdida de una compañera tan dulce era casi una tragedia. Sin embargo, pronto comprendí que ella tenía derecho a escapar del fastidio de su aislamiento, y deseé que la vida le regalara los siete secretos de la buena suerte.”

El aire en paz y el campo son morada
menor para tus ojos y tus manos,
hermana de los árboles lejanos
y madre de la suave madrugada.
Ahí brilla tu sombra, despertada
para los altos días soberanos,
y aquí en nuestros apegos más humanos
también está tu luz acompañada.
Qué fiel fuiste en nosotros, oh doncella,
oh amada, oh fuerte, oh lúcida, oh presente,
más viva que el color de lo vivido.
Por eso en tu primer pulsar de estrella
nos besas el quebranto de la frente
con beso que es lo eterno florecido.
Bendita seas, Lillie, por el justo pasado.
Y aun por el presente.
Y aun por el futuro.
Porque tu ser de toda la confianza colmado
es intacta vertiente
vencedora del muro.
¡Con instinto ferviente
lo creo y lo aseguro!
Este día recomiendo leer el poemario “Libro de Lillian” de David Escobar Galindo, porque nació del dolor que causó al poeta la pérdida de un ser muy querido y esa pena él la convirtió en un río en el que fluyen espejos y retratos mágicos de su querida abuela Lillian. Y porque es grande la belleza y la honestidad con que está escrito.
Recomiendo leer el “Libro de Lillian” porque es un libro conmovedor.
Óscar Perdomo León
(2) Claudia Lars, “Tierra de infancia”, colección Gavidia, volumen 25, UCA Editores, 2005, p. de la 203 a la 205.
(3) En “Tierra de infancia” Claudia escribe Lilian, sin doble ele.
(4) En pueblecito del que habla Claudia es Armenia, departamento de Sonsonate.
(5) David Escobar Galindo, “El guerrero descalzo”, colección Gavidia, volumen 36, UCA Editores, 1990, p. 151.
(6) David Escobar Galindo, “El guerrero descalzo”, colección Gavidia, volumen 36, UCA Editores, 1990, p. 154.
Fotografías: * y ** tomadas por Óscar Perdomo León.
Fotografía de Claudia Lars: *** extraída de la página del Museo de la Imagen y la Palabra, MUPI.
Dibujo de David Escobar Galido: **** extraído de La Prensa Gráfica.
Blog que co-escribo con mi esposa, LA ESQUINA DE ÉRIKA Y ÓSCAR:
http://laesquinaderikayoscar.blogspot.com/