LA CASA DEL LABERINTO


Cuando llegué a la entrada de la casa donde me reuniría con Omega, mi viejo amigo, me detuve un poco y miré la puerta de madera. Dudé. No sabía si regresar a mi casa o tocar. Después de unos segundos decidí sonar la aldaba, pero la mano atravesó la puerta de humo y me fui de bruces. Me levanté en el acto y miré para todos lados. Me di cuenta que esta casa la conocía bastante bien. Quizás demasiado. Era una casa de pueblo, grande, con ladrillos de piso viejo y manchados por el tiempo, pero limpios. La sala tenía siempre los mismos muebles, esos donde muchas veces nos sentamos a ensayar con nuestros instrumentos musicales. Hice una pausa y con los ojos cerrados pude escuchar otra vez la música, nuestra música, la que compusimos cuando soñábamos con ser como Los Beatles. Abrí los ojos y regresé al presente y la vieja radiola donde oímos por primera vez el Abbey Road estaba intacta; sobre ella estaba la añeja fotografía en sepia donde Omega, de 8 meses de edad, iba sentado en un pequeño coche de bebé, que era empujado por mis brazos y mi fuerza de apenas tres años de edad. Seguí con mi búsqueda y mi amigo no estaba en la sala.

Me fui caminando con paciencia, entrando y saliendo de cada habitación, llenas todas de recuerdos, de olores añejos, de muebles viejos pero bien conservados. Todas las memorias que llegaron a mis cinco sentidos me hicieron sentir que muchas cosas tenía yo en mi alma y que el tiempo no había pasado en vano. Pero la ausencia de mi amigo me reventó en la cara como un dolor sin piel y sanguinolento. La última vez que lo vi, se iba del país, buscando despierto un sueño lejano como el horizonte. Recuerdo que, parcos, nos despedimos con la incertidumbre entre las manos…

Caminé hacia mi lugar favorito, el patio, con sus baldosas de pequeños cuadros grises, su árbol de granada y su laberinto de plantitas de flores rojas, largas y delgadas como gusanos peludos. Corté una granada y me la comí. En la estaca estaba la lora de siempre, cuyos ojos de pupilas negras que se contraían y dilataban me escrutaban con fervor. Dejé de sentir miedo. Me sentí cómodo, como si ese fuera mi hogar. Pero sé que no vine hasta aquí a deleitarme con este sitio. Vine porque de alguna manera mi amigo me llamó y yo acudí porque siempre fuimos así, leales y amigazos desde niños. Desde muy niños. Miré para todos lados y mi amigo no estaba tampoco en el patio.

De pronto, Omega salió de la antigua bodega y me miró con tristeza. No me habló ni yo le pude hablar. Ya no había palabras que decir. Una densa niebla se escurría lenta en el laberinto del patio.  Sentí, de la misma manera que la última vez que nos despedimos, que una distancia grande se había abierto entre él y yo, y que los niños y jóvenes que fuimos se habían muerto ya en el pasado y sólo quedaban, dentro del laberinto rojo, estos cadáveres vivos -¡alejados el uno del otro!- que somos ahora.

Texto:

Óscar Perdomo León

Imagen extraída de: http://www.google.com.sv/search?hl=es&q=laberinto&gs_sm=e&gs_upl=3883l5923l0l9l9l0l3l3l0l422l1103l2-1.1.1&um=1&ie=UTF-8&tbm=isch&source=og&sa=N&tab=wi&biw=1280&bih=699

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