En la pared las sombras de los árboles danzaban rítmicas, empujadas por un viento frío. Yo, acostado en mi cama, me sentía muy solo y acongojado. El reloj de la alcaldía repicaba las tres de la mañana y mi insomnio y mi tristeza danzaba también en mi pecho, como las sombras.
(Los noctámbulos solemos tener inmensas energías por la noche, y descarga de nuestra batería corporal por las mañanas. Es algo difícil de entender para los humanos sanos y acomodados a este mundo; pero estar viviendo al revés de nuestras intensidades es algo terrible.)
Yo era sólo un adolescente y mi nostalgia rayaba como un cristal roto mi corazón. Me había acostumbrado ya al sonido del viejo reloj del pueblo y era él mi acompañante solitario. Sus repiques eran como un marco familiar para mi consciencia imberbe.
En la oscuridad miraba las sombras, móviles y frías, y dentro de ellas miraba mis recientes recuerdos de niño-adolescente, esos que me llevaban a esa tarde de Tercer Ciclo, bajo el quemante sol del mediodía. Estaba en octavo grado. Y ahí estaba ella, la más bella de todas. Y ahí estaba yo, como un idiota, besándola en la mejilla mientras ella se burlaba sin piedad de mi inocencia. Era tres años mayor que yo y ya tenía, clandestinamente, marido.
Texto:
Óscar Perdomo León
Imagen tomada de Google imágenes.