“Morena de ojos tan negros
como mi suerte,
mírame aunque con ellos
me des la muerte…”
Cornelio Reyna.
Regresaron de la playa a Santa Ana al mediodía, sin que sus padres se dieran cuenta. En esa ocasión Alfredo le preguntó por qué le habían puesto de nombre el diminutivo de Elizabeth y ella le contó que sus padres lo habían oído hace años en una gringa que visitó su pueblo.
La alegría de Lizbeth fue tan grande, que esa noche soñó que navegaba en el mar; pero no en el indócil, sino en el sereno, el mar apacible color turquesa. En el sueño ella iba sobre una pequeña lancha sobre unas aguas tranquilas y junto a ella, nadaban y saltaban delfines alegres, que amistosamente parecían sonreírle (como lo había visto en los libros), como queriéndole decir que había encontrado el amor y que el amor es inmenso como el mar y nos puede conducir por lejanos confines, mientras logremos mantenernos a flote. Levantó la vista y vio unas nubes grises acercarse por el oriente y los delfines se alejaron. Por la mañana, cuando despertó, buscó a Alfredo para contarle el sueño.
Alfredo y Lizbeth vivieron muchos momentos de sincera amistad y de intimidad como pareja. Lizbeth, a pesar de provenir de un pequeño pueblo tradicional, era muy abierta de su mente y pronto hizo una excelente mancuerna con Alfredo. No sólo intercambiaban información de tipo intelectual, sino que experimentaban desinhibidamente en el campo sexual.
En 1986 ambos estaban estudiando en San Salvador. Lizbeth había alquilado una habitación en un pupilaje de una señora de lo más amable. Alfredo, por su lado, había alquilado una casa con otros amigos. Algunas veces Lizbeth se quedaba a dormir con Alfredo. Eran noches furtivas, de intensa pasión, tiernas y amorosas. A veces Alfredo le leía cuentos o trozos de novelas; esto a ella le encantaba; Alfredo, que era un excelente articulador de palabras, lograba colocar una atmósfera adecuada en las lecturas. Así que después de hacer el amor, estos jóvenes llenos de energía se abrazaban y él empezaba a leer.
Pero la vida y la muerte, esa pareja tan unida y separada que se miran con recelo la una a la otra, tienen sus días implacables cada una. Y la vida puede darnos muchos días de felicidad; pero la muerte a veces puede ser injusta y prematura: en 1986 San Salvador fue un caos… y Lizbeth falleció inútilmente en el terremoto del 10 de octubre.
Alfredo soñaba y revivía el terrible percance de su muerte. Se veía a sí mismo esperando entre los retorcidos hierros y el cemento despedazado, caminando de un lado a otro, tratando de abrirse paso entre el mal herido edificio. Escuchaba y sentía los golpes bajo tierra que provenían de las personas enterradas vivas por el terremoto. Casi podía escuchar los gritos y lamentos de las víctimas. Veía la horripilante escena de dos cadáveres que «los topos» desenterraron: el de un padre abrazando a su pequeña bebé y cuyas identidades fueron descubiertas debido a un anillo que llevaba el adulto. Veía a los familiares de las víctimas llorando en los alrededores.
En sus pesadillas se veía a sí mismo caminando interminablemente y cargando en sus brazos el cadáver de Lizbeth. Luego aparecía siempre al final una cortina de humo negro y azul, y Lizbeth desaparecía de sus brazos y él la buscaba y la buscaba, pero no podía encontrarla. Este terrible mal sueño fue recurrente durante los primeros meses después de la muerte de ella.
Y Alfredo invariablemente despertaba sudoroso y agitado. Encendía la lámpara de la mesa de noche, miraba la fotografía de siempre y pensaba: «Morena de ojos tan negros…»
Al reverso del retrato Lizbeth había escrito, de su puño y letra: “La felicidad es compartir”.
En la foto, que les había tomado un amable anciano, están Lizbeth y Alfredo a la orilla del mar; ella sostiene con su mano derecha una enorme concha marina y gris que se había hallado; con su mano izquierda lo abraza y su rostro está lleno con una sonrisa de alegría sincera. Él la está abrazando también, mientras le besa la mejilla izquierda. Al fondo puede verse un azul hermoso y un pelícano en pleno vuelo…
Escrito por
Óscar Perdomo León
Una respuesta a “UN AMOR Y EL TERREMOTO DE 1986. Segunda y última parte”