Mi padre había sido ingresado en el hospital y yo, que apenas tenía 7 años de edad, me la pasaba por las noches acostado mirando el techo, fotografiando con mi memoria las manchas en las paredes y lloriqueando como una esponja exprimida, porque, aunque nadie me lo había dicho directamente, sabía -o intuía- que mi padre tenía una enfermedad grave. Él era un hombre joven de apenas 33 años de edad que estando en aparente buen estado de salud había caído de pronto inconsciente al suelo, después de una terrible y repentina cefalea.
Unos días después mi tío Julio me mintió, diciéndome que me llevaría al hospital a ver a mi padre.
-Pero antes vamos a pasar a hacer un mandado –me dijo, mientras el teatro, la alcaldía y la maravillosa catedral de Santa Ana veían al hombre y al niño atravesarse el parque.
Al doblar una esquina, después de caminar un par de calles, vi la funeraria y a toda esa gente de luto. Entramos sigilosamente. El ambiente parecía brumoso. Mi tío y yo volteamos la mirada hacia donde se escuchaban pésames y condolencias… Era mi madre sentada en un extremo opaco, recibiendo abrazos y palmadas de gente enlutada. Luego vimos el ataúd al fondo. Presentí lo peor. No quería creerlo y sólo quería salir corriendo para cualquier lugar que no fuera la funeraria; pero sabía que la realidad no desaparecería alejándome de ella, así que me acerqué lentamente al féretro. Cuando ya estaba frente a él, alguien me tomó en brazos y me levantó, como para que me convenciera de lo terrible, de lo amarga que puede ser la vida a veces, y entonces pude ver a mi padre. Estaba con los ojos cerrados, acostado, vestido de saco y corbata, con un color pálido tenebroso en la piel y unos algodones tapando cada una de las fosas nasales. Esa impactante imagen y esos cortos segundos quedaron grabados en mi memoria para siempre.
Después de eso, los recuerdos se vuelven nebulosos en mi cabeza. Sólo recuerdo que a continuación del sepelio, mi familia y yo pasamos varios días hospedados en la casa de mi tía Teresa (esposa del tío Rodrigo), porque ella pensaba que era una manera de dar apoyo a su hermana que se había quedado viuda y con tres niños pequeños. Su casa era grande y espaciosa y nos había asignado un dormitorio con dos camas, en donde mi mamá, mi hermano Mario, mi hermana Wendy (de apenas 1 mes de edad) y yo nos sentimos de alguna manera reconfortados.
Mi madre no lloraba. Estaba desconcertada con la muerte de mi padre y parecía estar como en un limbo soñoliento de donde no alcanzaba a aterrizar los pies sobre el crudo escenario de la vida o era tal vez que la realidad la había jalado tan fuerte y bruscamente hasta el suelo que el golpe la había dejado semiinconsciente. Lo cierto es que se le veía derrumbada, afligida y desconsolada. Mi tía Teresa le dijo que nos regresáramos a nuestra casa hasta que ella se sintiera mejor. Y en verdad que mejor, lo que se llama «mejor», no se sintió por meses, a pesar de que los días pasaban y pasaban; pero mi madre sabía que al final tenía que regresar a nuestra casa. Así que, después de una larga semana quedándonos donde mi tía, hizo las maletas y tomó rumbo con nosotros hacia el que entonces se había vuelto el incompleto espacio llamado hogar. Ese fue un día inolvidable, tristemente sentido. Cuando Mario, mi madre con Wendy en brazos y yo llegamos a la casa, nos quedamos mirando la fachada, como queriendo reconocerla, como adivinando que ya no era la misma casa que había albergado a una familia feliz.
Entramos por fin a la morada. Todo estaba oscuro y polvoriento. Había sobre el suelo del corredor un montón de restos de capulines dejados por los murciélagos nocturnos. Las telarañas oscilantes en los ángulos de las paredes se habían adueñado de la vivienda. El ambiente era sombrío y la casa estaba silenciosa y solitaria. Caminamos juntos, casi con el mismo ritmo. De pronto, al ver la penumbra, mi madre, con mi hermana en brazos, se detuvo, nos abrazó y rompió en llanto. Mi hermano y yo nos refugiamos en el regazo de la angustiada mujer. Intenté decir unas palabras que querían dar alivio a mi madre, pero se me quedaron aglomeradas y atascadas en un grueso nudo de la garganta. Ella, vestida de luto completo –el cual usó durante todo un año-, estaba inconsolable, llorando sin reparos, con lágrimas y lamentos, como si intentara sacar todo el dolor que había acumulado adentro.
Eran más o menos las cinco y media de la tarde y el sol rojo, en el horizonte lejano, crispaba en agonía…
Texto y fotografía:
Óscar Perdomo León