Mi padre había sido ingresado en el hospital y yo, que apenas tenía 7 años de edad, me la pasaba por las noches acostado mirando el techo, fotografiando con mi memoria las manchas en las paredes y lloriqueando como una esponja exprimida, porque, aunque nadie me lo había dicho directamente, sabía -o intuía- que mi padre tenía una enfermedad grave. Él era un hombre joven de apenas 33 años de edad que estando en aparente buen estado de salud había caído de pronto inconsciente al suelo, después de una terrible y repentina cefalea.
Unos días después mi tío Julio me mintió, diciéndome que me llevaría al hospital a ver a mi padre.
-Pero antes vamos a pasar a hacer un mandado –me dijo, mientras el teatro, la alcaldía y la maravillosa catedral de Santa Ana veían al hombre y al niño atravesarse el parque.
Al doblar una esquina, después de caminar un par de calles, vi la funeraria y a toda esa gente de luto. Entramos sigilosamente. El ambiente parecía brumoso. Sigue leyendo “MI PADRE”