La primera vez que aquel niño se vio a sí mismo, o por lo menos la ocasión primera que ha quedado grabada en su memoria, fue cuando se miró en los ojos de su padre. Quizás tenía 4 ó 5 años y no podía todavía pronunciar bien las erres. Su papá lo cargaba en brazos y le sonreía.
Le gustaba correr y jugar de cosas de fantasía. Cuando se metía dentro de un juego, de verdad lo vivía con un entusiasmo muy grande. El juego era más real que la realidad misma. A veces se metía en la máquina de coser de su mamá y jugaba que manejaba el vehículo de su papá.
Tenía un hermano menor y se desesperaba que él durmiera por la tarde, porque no podían jugar juntos, así que se dirigía a la cuna de su hermano y la movía con toda su fuerza para despertarlo. No lo hacía por molestar. Ya era travieso por naturaleza.
Una vez, cuando tenía aproximadamente como 6 años, estaba jugando en el parque San Juan y un niño mayor que él, como de 12 años de edad, lo golpeó varias veces en la cara. No recuerda por qué pelearon. Regresó llorando a su casa y su papá le preguntó por qué lloraba. Le contó todo. Su papá se acurrucó frente a él, lo miró directo a los ojos y le dijo:
-No le tengás miedo nunca a nadie.
Cuando cumplió 10 años tuvo por primera vez en sus brazos a una dama de curvas pronunciadas y se enamoró de ella. Era una guitarra anaranjada y pequeña, muy sonora y afinada.
Unos días después una memoria imborrable se quedó con él para siempre: su padre yacía en un ataúd frío.
La guitarra sonó triste.
Nunca ha sabido bien cuando dejó de ser él aquel niño. Quizás fue a los 12 años de edad, el día en que miró por primera vez con malicia, y quizás con lujuria, las piernas de una amiga de su madre.
Entre los 5 y los 12 años hay sólo 7 cortos años; pero un mundo casi infinito se encierra en ese tiempo, que demasiadas cosas se han quedado fuera de esta página.
Texto:
Óscar Perdomo León