Un día del año de 1984, le fue asignada una tarea al caporal Eustaquio, empleado de confianza y amigo de muchos años de Esteban:
-Necesito, Eustaquio, que vayás a mi casa y traigás el machete nuevo que está en el armario del comedor. Si no lo hallás, decile a Candelaria que te lo busque -dijo Esteban, con amabilidad, pero con la firmeza de quien manda.
-Ahorita mismo, patrón.
Eustaquio, un hombre de más o menos 50 años de edad, se había iniciado siendo casi un niño en los trabajos del campo a las órdenes del padre de Esteban. Así que en la relación de trabajo entre Eustaquio y Esteban había también cierto aire de familiaridad, de confidencia y cordialidad. Eustaquio era un hombre fuerte pero de pequeña estatura, impulsivo y valiente, de temperamento enérgico. Era también servicial y trabajador, muy compenetrado en sus labores.
De tal manera que Eustaquio se marchó muy obediente cabalgando un hermoso caballo negro. Unas nubes oscuras en el cielo anunciaban la lluvia que se avecinaba. El viento empezaba a soplar con más fuerza.
Eustaquio llegó a la casa de la hacienda y amarró a un árbol al oscuro rocinante. Unas pequeñas gotas de lluvia empezaban a caer.
Entró a la casa con naturalidad y se dirigió al comedor. Ya con el machete en la mano se disponía a salir, cuando unos gemidos femeninos de placer en el dormitorio le llamaron la atención. Intrigado, caminó hacia el dormitorio con sigilo. Los truenos empezaron a retumbar afuera de la casa; el viento agitaba con fuerza una ventana; la lluvia entonces cubrió la casa como una túnica arrolladora. Eustaquio abrió la puerta del dormitorio de golpe. Sorprendido, encontró desnudos sobre la cama a Rocío, la mujer de su patrón, con su amante Salomón.
El caporal, al ver la inesperada escena, sintió que la sangre le corría caliente por la cara. Eustaquio conocía muy bien a Salomón y siempre había sentido desagrado hacia él y al verlo, su ideología conservadora, su rígida moral y su propia visión del mundo se vieron golpeadas. Una ira incandescente envolvió su cabeza. Un instinto violento levantó cercos alrededor de su razonamiento.
Fiel como un perro y sin pensarlo mucho, Eustaquio sintió la afrenta de otro como suya propia y sacó entonces de la vaina con un criterio indomable el machete filoso para agredir al amante de la esposa de Esteban. Aquel desenfundó también su machete, el cual tenía a la orilla de la cama y se defendió con agresividad. Se desencadenó una batalla frenética y casi primitiva. La mujer se interpuso entre ellos tratando de detenerlos. Trozos de carne y borbollones de sangre –¡explosivos en siniestros caminos!- profusamente saltaron como perdigones por un lado y por otro. Rocío pegó un grito desgarrador, de dolor intolerable. La batalla fue breve, pero inclemente.
Eustaquio cayó muerto al suelo, con el rostro rayado de heridas y semi-decapitado; su miembro superior izquierdo estaba cercenado en el antebrazo; tenía además una herida profunda en el abdomen. Salomón, por su lado, con heridas en el tórax, los brazos y el rostro sangraba copiosamente.
Lejos del casco de la hacienda los truenos y el viento se escuchaban también con ferocidad. La lluvia se precipitaba aceleradamente. Las ramas de los árboles se mecían con fuerza y Esteban se inquietó. No había donde protegerse de la lluvia y Esteban montó su caballo blanco. A galope suelto se dirigió a su casa del casco de la hacienda. Su inquietud iba en aumento. La lluvia era un manto transparente. En la lejanía Esteban parecía un jinete mágico, un cuerpo viril y veloz, una sombra brillante poblada de misterio y eternidad.
Prácticamente había venido pisándole los talones a Eustaquio. Esteban llegó bajo la lluvia pertinaz al casco de la hacienda con una sensación como si un instinto o corazonada inexplicable lo empujara hacia el camino. Bajó del garañón domado y notó que el caballo de Eustaquio estaba pastando cerca. Entró con rapidez a la vivienda.
Al entrar a la infausta casa escuchó sonidos extraños. Caminó entonces hacia su dormitorio y encontró casi en el umbral de la puerta el cadáver desangrado y tibio de Eustaquio, sobre el suelo teñido. Levantó la mirada y sorprendió a Salomón herido de gravedad, quien, al ver a Esteban, no vaciló en sacar su revolver 38 y dispararle sin previo aviso, directo al corazón. El sonido del arma fue una especie de reverberación opaca. Esteban alcanzó a ver a Rocío semidesnuda y se desplomó instantáneamente sobre el suelo.
Esteban murió Instantáneamente.
Escondida tras la puerta y observándolo todo, estaba la empleada doméstica Candelaria, callada y envuelta en lágrimas y miedo.
Repentinamente Isabel, la hija de Esteban, de 12 años de edad, se acercó a la escena de la tragedia; Candelaria la alejó inmediatamente, pero la niña, temeraria, se le escapó de las manos y corrió hacia adentro del dormitorio.
-¡Isabel! -gritó impotente Candelaria.
***
Continuaré diciendo, sobre el impactante hecho, que minutos después, Salomón, ensangrentado y peligrosamente herido, fue recibido en la Emergencia de un hospital privado de Santa Ana. Una doctora lo atendió con rapidez y a los pocos minutos se acercó a la mujer que lo acompañaba para interrogarla y conocer los detalles sobre lo que había ocurrido. Pudo ver que era una mujer elegante y con apariencia de cierta solvencia económica. A las palabras de la doctora ella no contestó nada, sólo bajó el rostro y sollozó. Su mente era una tormenta con rayos y truenos. Los recuerdos frescos de violencia eran como grandes olas saladas sacudiéndole la conciencia.
Como la doctora entendió que Rocío no le contaría nada y además la vio llamativamente manchada de rojo, le preguntó:
-¿Está usted bien?
Y la mujer, cubierta con un suéter, no respondió nada otra vez; sólo se descubrió un poco para mostrar su miembro superior izquierdo aún sangrante, protegido por un apretado torniquete, con la mano totalmente amputada.
-¿Y la mano? -preguntó la doctora, sorprendida.
Y a la par de la mutilada mujer, sin responder tampoco nada, la niña que la acompañaba, extrajo de su mochila la cianótica mano salpicada; la chiquilla de 12 años de edad, con el rostro petrificado, como perdida en un sórdido sueño, se la entregó a la doctora. Esa pequeña niña era Isabel.
(Continuará)
Escrito por
Óscar Perdomo León