Vivía con el temor de que alguien entrara por la noche a su dormitorio y lo asesinase. No había una razón convincente para que él creyera eso, sin embargo, la seguridad de que así es como moriría, era para él como una fe y una religión.
Pero una vez que por las mañanas se bañaba y tomaba café, Isaías se llenaban de sol en su corazón y una sonrisa optimista se plantaba en su rostro, aun cuando su vida era una rutina (llegaba a la oficina, marcaba tarjeta, encendía la computadora y de pronto, como cada día, se veía abrumado por los papeles y los informes, las grapas y las fotocopias).
La ciudad en donde trabajaba estaba llena de un tráfico vehicular desordenado y la contaminación del aire era como una cereza sobre el mundano pastel. Pero él vivía en las afueras de la ciudad y eso lo alegraba.
Cuando era niño soñaba con ser astronauta sin saber en verdad lo que eso significaba. Al llegar a la adolescencia pensó seriamente en ser locutor de una radio, pero su madre lo obligó a estudiar contaduría. Para entonces, él ya no soñaba con ser nada y sólo se dejaba llevar por la corriente del río o por el soplo del viento. La verdad, ya no tenía esperanzas de que todo fuera diferente.
¿Su diversión? Leer. Leía todo libro que se le ponía enfrente.
Nunca se casó, porque tenía que cuidar a su madre, así que toda su juventud y parte de su adultez la vivió en la casa de ella. Y cuando pasaron los años y cumplió 30 años de edad, la anciana falleció, entonces él se quedó solo, pero acostumbrado a la práctica de la soledad, porque vivir con su madre era como una especie de soledad contenida, era una soledad amodorrada, un vidrio sucio y empañado en una noche de lluvia.
A mediados de una mañana de invierno, seis meses después de quedar huérfano, entró a su oficina un nuevo empleado. Se llamaba Tomás y llevaba un libro bajo el brazo. Era un hombre de unos 50 años más o menos, con una expresión fría en la mirada.
Pronto Tomás e Isaías congeniaron y se vieron compartiendo el tiempo juntos. Solían platicar de muchos temas. Tomás siempre tenía respuesta para todo, pero lo hacía de una manera muy concisa. Era un hombre de pocas, pero efectivas palabras. Nadie sabía sobre su pasado, de dónde venía o si tenía familiares. Era muy reservado sobre su vida personal. Lo más llamativo de él quizás era esa falta de emociones con la que enfrentaba cada situación de su vida.
Un día Isaías le preguntó de qué trataba el libro que siempre andaba bajo el brazo.
-No es un libro, precisamente. Son ideas que voy escribiendo y guardando para una posible novela que escribiré algún día. Bueno, en realidad ya la empecé a escribir pero estoy como en una etapa de sequía creativa.
Isaías quedó prendado con esa idea. Y de ahí en adelante, cuando regresaba de su trabajo, se sentaba frente a su computadora personal y empezaba a escribir su propia novela sin descanso. Eso le daba una felicidad no experimentada antes.
Mas al llegar la noche, revivía su paranoia, por lo que tomaba siempre un calmante para poder dormir.
Con la confianza que llegaron a ganar, Isaías visitó varias veces a Tomás y viceversa. Una vez pudo ver unas fotos del adolescente Tomás. Hubo algo que sorprendió a Isaías al ver esas fotografías: era el mismo rostro que él lo conoció, pero algo profundo había cambiado; se podría decir que no era sólo el pasar de los años, era como si su sonrisa hubiera desaparecido para siempre y esa falta de alegría hubiera modelado un dolor sereno, una maldad oculta o quién sabe qué en su cara.
Llegó el verano e Isaías seguía escribiendo sin parar por horas y horas. Su novela iba realmente tomando forma. Eso sí, no le mostraba sus escritos a nadie, ni aun a Tomás.
Un día Tomás llegó a la casa de Isaías y le dijo que lo habían corrido del pupilaje en donde vivía y que no tenía donde dormir. Isaías lo invitó a quedarse unos días en su casa mientras encontraba otro pupilaje.
Una noche en que Isaías había salido de su casa, Tomás tuvo curiosidad de lo que tanto escribía Isaías. Encendió la computadora y dio con la novela; ya tenía 300 páginas escritas. La prosa era deliciosa, deslumbrante. El asombro y la envidia brotaron y crecieron en la mirada de Tomás.
Varías noches pasó en vela pensando en la novela de Isaías. Hasta el título era inquietante: «La novela oscura».
Una madrugada de luna llena, Tomás abrió su libro de notas y tachó el nombre de Isaías, que estaba debajo de otros nombres ya tachados. Luego se levantó de la cama, se puso unos guantes de látex y se dirigió hacia la cocina, en donde tomó un cuchillo filoso y, sigilosamente, caminó hacia la habitación de Isaías.
Después, con la respiración levemente agitada, se fue a la habitación donde estaba la computadora de Isaías y la encendió, sacó de su bolsillo una memoria USB y cortó y pegó la novela completa.
La fría madrugada observó con indiferencia a Tomás saliendo hacia la calle solitaria. Tenía los ojos desorbitados y una mueca rara en sus labios. Había neblina y las primeras luces iban apareciendo en el horizonte.
En el bolsillo trasero de su pantalón llevaba, aún ensangrentado, el cuchillo que acababa de cercenar, con pasmosa precisión, el cuello de Isaías.
Escrito por
Óscar Perdomo León
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