Pienso que los mejores trabajos del mundo los hacen los que están en la comedia y los que perviven en la música. Esos nobles trabajadores locos hacen muy felices de verdad a muchas personas al mismo tiempo. A mí, así como si nada, me salvaron la vida.
Cuando no se tienen hijos, padres, pareja sentimental, amigos cerca, ni nada, uno está como en una especie de cementerio tétrico, rondando las habitaciones de la casa, como una especie de fantasma, y acompañado de las únicas cosas que lo hacen a uno saber que todavía está vivo o que al menos lo estuvo alguna vez: las cicatrices.
Hace tres años mi hijo fue asesinado en un asalto y pocos meses después mi esposa se fue de la casa, todo en medio de esta maldita ciudad caótica. Así que los días, los meses que siguieron a esas tragedias me los pasé llorando y encerrado en mi dormitorio, cegado por una neblina densa de dolor. Sólo me sentía mejor, a veces, al mirar la luna.
Hubo momentos en que el dolor se sentía como una lluvia tenue, constante y monótona, con viento frío que soplaba fuerte, que parecía que iba a desatar una gigantesca tormenta, pero no, se quedaba así, pequeña y fastidiosa, invariable. Y un hueco se fue abriendo poco a poco en mi corazón.
Y cuando todo ese mal dentro del cuerpo de uno avanza, ya sólo se ansía la muerte. Y así, un día me dejé morir: dejé de dormir y comer, dejé de hablar con otros, dejé de leer, dejé de bañarme y de cantar en la ducha, dejé de hacer muchas cosas, pero lo peor de todo: dejé de sonreír.
Y así los días iban muriendo, uno tras otro, sórdidos y oscuros.
Mas un día, un fuerte temblor sacudió mi casa con mucha energía, las paredes tronaron y el techo parecía que iba a desprenderse y me iba a caer encima. Y sonreí, en medio del sismo débilmente sonreí, pensando que la muerte me había venido a buscar y que estaba por fin cara a cara con mi final.
El temblor cesó. Unos vasos y una copa que habían caído al suelo se quebraron, y la foto de mi hijo se había despegado de la pared, de golpe. Aparte de eso, nada grave, pero yo seguía vivo. Frágil como estaba, sentí un placer en mi pecho y me pregunté qué era eso que sentía. Era como si me hubiera reencontrado con algo sagrado que había perdido en no sé qué momento. «¿Qué es este leve placer?», me pregunté. Pensé y pensé, y me di cuenta que eso que sentía no era más que por causa de mi sonrisa. Entonces, al darme cuenta, volví a sonreír.
La sonrisa, esa palabra que proviene del latín y que significa «abajo de la risa», ese gesto de alegría, ese que sólo las mujeres y los hombres son capaces de ejercer, ese guiño de la boca tan único y efectivo para la comunicación humana, estaba en mis labios.
Entonces me levanté, encendí la computadora y busqué a Les Luthiers en YouTube, y en unos segundos estaba llorando de la risa. Luego, escuché a Johann Sebastian Bach y lloré sonriendo, conmovido, al escuchar la grandeza de la creatividad del ser humano.
Luego, recordé a mi amigo Salvador, con quien teníamos muchos meses de no comunicarnos, y le escribí por WhatsApp, deseándole que tuviera una linda semana.
Después, me preparé una taza de leche con cereal y me la comí sonriendo, mirando, a través de la ventana de mi casa, el horizonte.
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Escrito por
Óscar Perdomo León
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Una respuesta a “LOS COMEDIANTES Y LOS MÚSICOS”