UN AMOR Y EL TERREMOTO DE 1986. Segunda y última parte

SERGIO DUGAN  Exposición pictórica IMG_6421 - copia
“Morena de ojos tan negros
como mi suerte,
mírame aunque con ellos
me des la muerte…”
              Cornelio Reyna.

Regresaron de la playa a Santa Ana al mediodía, sin que sus padres se dieran cuenta. En esa ocasión Alfredo le preguntó por qué le habían puesto de nombre el diminutivo de Elizabeth y ella le contó que sus padres lo habían oído hace años en una gringa que visitó su pueblo.

La alegría de Lizbeth fue tan grande, que esa noche soñó que navegaba en el mar; pero no en el indócil, sino en el sereno, el mar apacible color turquesa. En el sueño ella iba sobre una pequeña lancha sobre unas aguas tranquilas y junto a ella, nadaban y saltaban delfines alegres, que amistosamente parecían sonreírle (como lo había visto en los libros), como queriéndole decir que había encontrado el amor y que el amor es inmenso como el mar y nos puede conducir por lejanos confines, mientras logremos mantenernos a flote. Levantó la vista y vio unas nubes grises acercarse por el oriente y los delfines se alejaron. Por la mañana, cuando despertó, buscó a Alfredo para contarle el sueño.

Alfredo y Lizbeth vivieron muchos momentos de sincera amistad y de intimidad como pareja. Lizbeth, a pesar de provenir de un pequeño pueblo tradicional, era muy abierta de su mente y pronto hizo una excelente mancuerna con Alfredo. No sólo intercambiaban información de tipo intelectual, sino que experimentaban desinhibidamente en el campo sexual.

Jaroslav Monchak, Ucrania, Fotografia

En 1986 ambos estaban estudiando en San Salvador. Lizbeth había alquilado una habitación en  un pupilaje de una señora de lo más amable. Alfredo, por su lado, había alquilado una casa con otros amigos. Algunas veces Lizbeth se quedaba a dormir con Alfredo. Eran noches furtivas, de intensa pasión, tiernas y amorosas. A veces Alfredo le leía cuentos o trozos de novelas; esto a ella le encantaba; Alfredo, que era un excelente articulador de palabras, lograba colocar una atmósfera adecuada en las lecturas. Así que después de hacer el amor, estos jóvenes llenos de energía se abrazaban y él empezaba a leer.

Terremoto de 1986 San Salvador 2

Pero la vida y la muerte, esa pareja tan unida y separada que se miran con recelo la una a la otra, tienen sus días implacables cada una. Y la vida puede darnos muchos días de felicidad; pero la muerte a veces puede ser injusta y prematura: en 1986 San Salvador fue un caos… y Lizbeth falleció inútilmente en el terremoto del 10 de octubre.

Terremoto de 1986 San Salvador 3

Alfredo soñaba y revivía el terrible percance de su muerte. Se veía a sí mismo esperando entre los retorcidos hierros y el cemento despedazado, caminando de un lado a otro, tratando de abrirse paso entre el mal herido edificio. Escuchaba y sentía los golpes bajo tierra que provenían de las personas enterradas vivas por el terremoto. Casi podía escuchar los gritos y lamentos de las víctimas. Veía la horripilante escena de dos cadáveres que «los topos» desenterraron: el de un padre abrazando a su pequeña bebé y cuyas identidades fueron descubiertas debido a un anillo que llevaba el adulto. Veía a los familiares de las víctimas llorando en los alrededores.

En sus pesadillas se veía a sí mismo caminando interminablemente y cargando en sus brazos el cadáver de Lizbeth. Luego aparecía siempre al final una cortina de humo negro y azul, y Lizbeth desaparecía de sus brazos y él la buscaba y la buscaba, pero no podía encontrarla. Este terrible mal sueño fue recurrente durante los primeros meses después de la muerte de ella.

Y Alfredo invariablemente despertaba sudoroso y agitado. Encendía la lámpara de la mesa de noche, miraba la fotografía de siempre y pensaba: «Morena de ojos tan negros…»

Al reverso del retrato Lizbeth había escrito, de su puño y letra: “La felicidad es compartir”.

En la foto, que les había tomado un amable anciano, están Lizbeth y Alfredo a la orilla del mar; ella sostiene con su mano derecha una enorme concha marina y gris que se había hallado; con su mano izquierda lo abraza y su rostro está lleno con una sonrisa de alegría sincera. Él la está abrazando también, mientras le besa la mejilla izquierda. Al fondo puede verse un azul hermoso y un pelícano en pleno vuelo…

Escrito por

Óscar Perdomo León

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UN AMOR Y EL TERREMOTO DE 1986. Primera parte
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CRÉDITOS DE LAS IMÁGENES.
Pintura realizada por  Sergio Dugan (argentino).
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Fotografía de la muchacha tomada por Jaroslav Monchak (Ucrania) y extraída del blog Urielarte
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Fotografías del terremoto de 1986 en San Salvador extraídas de La Prensa Gráfica.
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UN AMOR Y EL TERREMOTO DE 1986. Primera parte.

Terremoto de 1986 San Salvador

Durante su juventud temprana Alfredo llevó una vida acelerada en cuanto a la música y a los desvelos. Tenía una aventura amorosa por aquí y por allá, hasta 1982. En ese año Alfredo conoció a una muchacha del oriente del país y que venía con su familia huyendo de la crudeza de la guerra civil. Para entonces la muchacha tenía 19 años y tenía una mirada de desamparo; parecía que estaba en la oscuridad y sus pasos estaban desorientados. Necesitaba una mano amiga, urgentemente. Venía de un pequeño pueblo de San Miguel, Nuevo Edén de San Juan.  Su familia tenía algunas tierras y cabezas de ganado. Cultivaban maíz y frijol; pero su fuerte era la venta de ganado y la venta de queso y crema.

Su nombre era Lizbeth y tenía otros cinco hermanos. Los dos mayores eran un símbolo de lo que estaba pasando en esos días en El Salvador:  uno de ellos era un comandante guerrillero, que se mantenía cerca del río Torola; el otro, era miembro del ejército salvadoreño, con el grado de teniente. Sus padres estaban entre los dos bandos. Cada uno de los dos hermanos luchaba convencido en su conciencia de tener la verdad. Y lo hacían con un frenesí que asustaba. Esta era una difícil situación para los padres, quienes no deseaban que ninguno de sus hijos muriera; además tenían que cuidar a sus otros descendientes. Eso los llevó a peregrinar durante algunos meses, hasta que encontraron una casa en Santa Ana.

Desde el primer momento en que Lizbeth vio a Alfredo se enamoró de él. Al principio Alfredo, al ver el interés de ella hacia él, pensó que era una muestra de amistad de sus nuevos vecinos. Así que era amable con ella. Jugaban damas chinas y platicaban durante horas; además Alfredo le enseñaba a jugar ajedrez. Pasaban horas compartiendo juntos. Así supo Alfredo que dolorosamente la familia de Lizbeth se había fragmentado; un hijo se había ido con un coyote hacia los Estados Unidos, otros dos estaban directamente involucrados en la guerra, y ella y su hermano menor de 12  años vivían con sus padres.

Lizbeth nunca había tenido novio. Pronto Alfredo notó que él le gustaba a Lizbeth, porque, con el pasar de las semanas, ella coqueteaba torpemente con él; pero también vio bellas cualidades en ella. Era sincera, sencilla, amistosa, amable e inteligente; y había en su piel algo que parecía hervir. Con el tiempo, Alfredo también se sintió atraído hacia ella. Una tarde en que estaba sola invitó a Alfredo a su casa y le declaró abiertamente su amor. Alfredo se sorprendió; pero también tomó la sartén por el mango. La llevó de la mano al dormitorio de ella y allí la besó, suavemente. La fogosidad de Lizbeth no retrasó lo inevitable y desde entonces, andaban viéndose secretamente en uno y otro lugar, como amantes. Alfredo, con los meses, se enamoró de ella.

Jaime Ibarra II , Austin Texas, Fotografia

Lizbeth le contaba cosas de su pueblo natal.

-La mejor manera de llegar allá es por el lado de Sensuntepeque; luego tomás la calle que va para Dolores (ciudad conocida también como La Puebla) después seguís hasta llegar al río Lempa. Te atravesás el río en lancha y a menos un kilómetro de allí está Nuevo Edén de San Juan. En la casa que tenemos allá, hay árboles de mangos y de jocotes de todo tipo. Teníamos bastante ganado; pero cuando se lo empezaron a robar e inició la guerra, mi papá lo vendió prácticamente todo. A mí me gustaba ordeñar las vacas…

El pequeño pueblo natal de Lizbeth estaba en cierta forma alejado del progreso. Los accesos eran terriblemente difíciles. De tal manera que a ese lugar casi nunca llegaba un periódico, excepto algunas veces en que algún vendedor de telas o frutas foráneo llevara alguno, o a veces al motorista del bus se le ocurría comprar uno; si éste era el caso, el periódico rodaba de casa en casa, entre las personas que sabían leer, porque había un buen porcentaje de analfabetismo. Había una Unidad de Salud en la cual casi nunca había médico, debido a lo extraviado del lugar, el pésimo servicio de buses y el sueldo miserable que se ofrecía. Muchas personas del lugar andaban cómodamente descalzas y los cerdos y otros animales, andaban libres por las calles, dejando por supuesto por todos lados sus fétidas gracias. En cuanto al servicio de agua, era notablemente deficiente. Sin embargo, con todo ese panorama de atraso en pleno siglo XX, la gente llevaba una vida tranquila y apacible. El tiempo caminaba lentamente y no se medía con relojes, sino con la salida y la puesta de sol. Tomando en cuenta que el río Lempa estaba casi a la orilla del pueblo, mucha gente se dedicaba a la pesca. Otras se dedicaban a la agricultura. Y muchos de ellos se dedicaban al negocio del ganado, unos más, otros menos.    Este   aislamiento   cultural  tenía también sus ventajas. La delincuencia era prácticamente nula. Cualquiera podía dejar, por ejemplo, olvidada su cartera en la acera de una calle y quien la encontrara se encargaba de  devolverla a su dueño. El famoso “estrés” de las grandes ciudades era una cosa desconocida en Nuevo Edén de San Juan. La gente se entretenía en sus trabajos y con los chismes de éste y de aquélla. En la época lluviosa era casi un milagro recorrer los caminos, llenos de lodo pesado y pegajoso. En la estación seca el calor era intenso, aun en las noches, y el viento soplaba un hálito caliente. Políticamente Nuevo Edén de San Juan pertenece al departamento de San Miguel; pero la gente viajaba principalmente a sus compras y transacciones comerciales hacia Sensuntepeque, del departamento de Cabañas, debido a su cercanía geográfica.

Lizbeth había iniciado con sacrificios sus estudios de bachillerato en Sensuntepeque, los cuales fueron interrumpidos tempranamente debido a la guerra. Pero ella a pesar de haber crecido con las fuertes costumbres de su pueblo, es decir, que la mujer debía aprender a hacer las tortillas, la comida y cuidar a los niños, siempre estuvo interesada en los estudios y su padre siempre la alentó a aprender todo lo que pudiera. Él  fue  quien decidió que no debía quedarse con los estudios de primaria y que Lizbeth debía continuar hacia adelante todo lo que se pudiera. No eran ricos; pero no tenían grandes problemas económicos. Los negocios de la familia marchaban bien.  Hasta que inició la guerra y empezaron las muertes de uno y otro bando. En los primeros años de la guerra civil, la carnicería fue brutal. Casi todas las familias, al recrudecer la guerra, tenían un difunto. Los cadáveres aparecían en los caminos, decapitados y con señales de tortura. Por las noches uno u otro ciudadano eran sacados de sus casas y asesinados, a veces frente a sus propias familias.

Así que la familia de Lizbeth dejó la mayoría de sus pertenencias y huyó de Nuevo Edén de San Juan. El pueblo casi siempre estuvo controlado militarmente por el FMLN; pero la familia de Lizbeth tenía, como ya dije, un hijo en cada bando, de tal manera que lo mejor que pudieron hacer fue irse.

Había una frescura en Lizbeth que Alfredo disfrutaba. Por ejemplo, Lizbeth nunca había entrado a una sala de cine, así que cuando Alfredo la llevó, en Santa Ana, a ver por primera vez una película, sus ojos negros relucieron de alegría, de novedad. La pantalla gigante, los sonidos a gran volumen, los colores, el ambiente oscuro con olor a palomitas de maíz. Era como entrar a otro mundo. Era olvidar por un momento, totalmente, la nostalgia de su casa dejada atrás, de sus amigas, de la seguridad de su infancia perdida de golpe. Escuchar hablar en inglés y leer los subtítulos. Todo era nuevo. De tal manera que se convirtió, junto a Alfredo, en una cinéfila. Se sabía de memoria las películas y el nombre de sus principales actores.

Otra cosa que Lizbeth compartió por primera vez con Alfredo fue el mar. “Sólo he leído de él; pero nunca lo he visto.”  Así que Alfredo arregló un día el viaje hacia el Puerto de La Libertad. Gracias a un primo Alfredo consiguió un vehículo apropiado y salieron en plena madrugada. El aire frío era exquisito. Mientras viajaban hablaban y reían. Para Lizbeth era, increíblemente, algo nuevo viajar a 90 kilómetros por hora en una calle de asfalto. La velocidad y el viento golpeaban agradablemente el corazón de Lizbeth.

Cuando por fin llegaron, Alfredo se estacionó muy cerca de la arena. Lizbeth se bajó deslumbrada al ver tanta agua junta, tan azul e interminable. Bellísima agua serena al fondo y olas sueltas y agresivas en la orilla. Alfredo con una sonrisa sincera no veía el mar, sino el rostro de Lizbeth. La tomó de la mano y la acercó a las olas. Lizbeth sintió algo de temor; pero la curiosidad era mayor.

-Esta es una experiencia que nunca voy a olvidar, Alfredo. Gracias. Algún día te tengo que llevar al río Lempa, justo a la orilla de mi pueblo. No es tan grande, por supuesto, como el mar; pero también es bellísimo. Él asintió y sonrió.

-¡Quitémonos los zapatos!  -gritó Alfredo.

Inmediatamente, corrieron por la orilla descalzos, jubilosos y gritando. Luego Lizbeth se detuvo repentinamente y besó apasionadamente en la boca a Alfredo.

Más tarde, caminaron recogiendo conchas de distintos colores y formas…

Escrito por

Óscar Perdomo León

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UN AMOR Y EL TERREMOTO DE 1986. Segunda y última parte

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PRÓXIMO MARTES. No se pierdan el próximo martes la segunda (y última) parte de esta historia.

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Fotografía en blanco y negro extraída de La Prensa Gráfica.

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Fotografía a colores tomada por Jaime Ibarra II , de Austin Texas, y extraída del blog URIELARTE.