Al principio de la humanidad, cuando lenguaje era muy primitivo, la escritura no era tan compleja, porque que quizás la misma sociedad no se había desarrollado tanto como en nuestros días. Se ha encontrado escritura hecha hace más de 30,000 años, lo que demuestra que escribir siempre ha sido una necesidad para cierta parte de la sociedad. Probablemente entonces eran necesidades mágico-religiosas.
Escribir es una forma de comunicación simbólica, con signos a los que les hemos dado un significado arbitrario y al que estamos acostumbrados, y que ha venido pasando por tradición de generación en generación.
En mi caso particular, la necesidad de escribir se me presentó cuando estaba en sexto grado de primaria. No sé exactamente cuál fue el gatillo que disparó ese deseo, no lo recuerdo. Pero sí recuerdo que en los días calurosos me tiraba sobre el piso con un cuaderno y escribía y escribía. En esos días intenté con gran dificultad redactar pensamientos que se me ocurrían o breves sucesos de mi diario vivir, especialmente experiencias en la escuela, con mis profesores o mis compañeros.
Al final de ese año escolar -yo tenía 12 años de edad- me gané el primer lugar en el laboratorio de biología y química, y me obsequiaron algo muy bonito: «Corazón», un bello libro escrito por el italiano Edmondo de Amicis, publicado por primera vez en 1886. Lo leí con interés y me gustó mucho. Me enamoré del libro. Quise escribir – pero sin éxito- algo similar, tratando de copiar su estructura a manera de diario. Luego quise escribir una historia sobre la India, país del que no sabía prácticamente nada, pero que había llegado a mi corazón por las historias que se contaban de encantadores de serpientes. El cuento tenía algún invento, alguna imaginación; pero la sintaxis y la ortografía eran tan enredadas que cuando se las di a leer a un adulto, me aconsejó reescribirlo totalmente de principio a fin.
Luego me llegó la «etapa poética» y fue justamente después de leer a Alfredo Espino. Unos años después leí a un poeta que me impresionó mucho: Rafael Góchez Sosa. Su temática, su ritmo, su estructura en los versos, su voz -si se quiere decir de otra manera- era diametralmente diferente a Espino.
Le siguió Roque Dalton y Claudia Lars. «El mar» de Dalton y los «Poemas del norte y el sur» de Lars, fueron como llamaradas que me marcaron el corazón. Mi amor por la literatura ya era para entonces irreversible.
Siguieron Salarrué y Arturo Ambrogi. Mágicos, capaces de hacerme volar por mundos inventados o, por el contrario, hacerme chocar de frente y con fuerza, contra tierras tan reales como nuestro universo rural salvadoreño.
Después vinieron las novelas. No muchas al principio. Me sentía más a gusto con los cuentos. Hasta que leí «Los cachorros» y «El coronel no tiene quien le escriba». No diré nada de «Cien años de soledad», porque es una novela maravillosa de la cual se ha escrito ya mucho.
Y de allí me he topado con variados libros de muchos escritores que me han deleitado. Sin embargo, no puedo dejar de mencionar a un creador que tiene la capacidad -no sé cómo- de hacerme sentir un inmenso placer con cada palabra que imprime en sus libros: Jorge Luis Borges.
Por mi parte, desde 1986 hasta 2002 estuve escribiendo mi primera novela. Son muchos años, pero es que dejaba los papeles inconclusos por meses y meses, y luego regresaba para agregar un par de líneas. En el 2003 la publiqué. No es una gran novela, estoy consciente de ello; pero ya sea que suene a música o ruido, o tenga el color que tenga, eso es lo de menos. Lo importante es que he escrito con sinceridad y es mi voz la que ha quedado ahí guardada.
Desde entonces he escrito otros libros, porque me ha nacido hacerlo.
No soy escritor; soy más bien un «escribidor» que ama leer y escribir. Y dejaré mi legado, no a la humanidad, que ya tiene suficientes grandes y bellos libros, sino a mis hijas y sus descendientes, para que, de aquí a unos cien años, sepan aunque sea un poquito sobre mí.
Texto y fotografía:
Óscar Perdomo León
Una respuesta a “ESCRIBIR”