Ese dolor inmenso y llorar así de golpe por la noticia inesperada de la muerte su amigo Virgilio, llevaron al Conde a un viaje veloz hacia su niñez, hacia los primeros días de antes y después de esa otra muerte que lo había golpeado fuerte en la vida: la muerte de su padre.
Unos días antes, su padre había sido ingresado en el hospital y el Conde, que apenas tenía 8 años de edad, se la pasaba por las noches acostado mirando el techo y lloriqueando como una esponja exprimida, porque, aunque nadie se lo había dicho directamente, sabía -o intuía- que su padre tenía una enfermedad grave. Era un hombre joven de apenas 33 años de edad que, estando en aparente buen estado de salud, había caído de pronto inconsciente al suelo, después de una terrible y repentina cefalea.
Mientras miraba las manchas en las paredes, el Conde recordaba cómo unos días después su tío Rodrigo le había mentido diciéndole que lo llevaría al hospital a ver a su padre. «Pero antes vamos a pasar a hacer un mandado», le había dicho su tío, mientras el teatro, la alcaldía y la catedral veían al hombre y al niño atravesarse el parque.
Al doblar una esquina, después de caminar un par de calles, vio la funeraria y a toda esa gente de luto. Entraron sigilosamente. El ambiente parecía brumoso. El Conde y su tío voltearon la mirada al escuchar un llanto… Era la mamá del Conde sentada en un extremo opaco. Luego vieron el ataúd al fondo. El Conde presintió lo peor. No quería creerlo y sólo quería salir corriendo para cualquier lugar que no fuera la funeraria; pero sabía que la realidad no desaparecería alejándose de ella, así que se acercó lentamente al féretro. Cuando ya estaba frente a él, alguien lo tomó en brazos y lo levantó, como para que se convenciera de lo terrible, de lo amarga que puede ser la vida a veces, y entonces pudo ver a su padre. Estaba con los ojos cerrados, acostado, vestido de saco y corbata, con un color pálido tenebroso en la piel y unos algodones tapando cada una de las fosas nasales. Esa impactante imagen y esos cortos segundos quedaron grabados en su memoria para siempre.
Después de eso, los recuerdos se volvieron nebulosos en la cabeza del Conde. Sólo recordaba que a continuación del sepelio, él y su familia pasaron varios días hospedados en la casa de su tía Teresa (esposa de su tío Rodrigo), porque ella pensaba que era una manera de dar apoyo a su hermana que se había quedado viuda y con dos niños pequeños. Su casa era grande y espaciosa y les había asignado un dormitorio con dos camas, en donde el Conde, su mamá (Margarita) y su hermano Hernán se sintieron de alguna manera reconfortados.
Margarita estaba desconcertada con la muerte de su esposo y parecía estar como en un limbo soñoliento de donde no alcanzaba a aterrizar los pies sobre el crudo escenario de la vida o era tal vez que la realidad la había jalado tan fuerte y bruscamente hasta el suelo que el golpe la había dejado semiinconsciente. Lo cierto es que se le veía derrumbada, afligida y desconsolada. Por eso su hermana Teresa no dudó un solo instante en pedirle que se quedara unos días con ella hasta que se sintiera un poco mejor. Y en verdad que mejor, lo que se llama “mejor”, no se sintió, a pesar de que los días pasaban y pasaban; pero Margarita sabía que al final tenía que regresar a su casa. Así que después de una larga semana hizo las maletas y tomó rumbo hacia el que entonces se había vuelto un incompleto espacio llamado hogar. Ese fue un día inolvidable, tristemente sentido para el Conde. Cuando su hermano, él y su madre llegaron a su casa, se quedaron mirando la fachada, como queriendo reconocerla, como adivinando que ya no era la misma casa que había albergado a una familia feliz.
Entraron por fin a su morada. Todo estaba oscuro y polvoriento. Había sobre el suelo del corredor un montón de restos de capulines dejados por los murciélagos nocturnos. Las telarañas oscilantes en los ángulos de las paredes se habían adueñado de la vivienda. El ambiente era sombrío y la casa estaba silenciosa y solitaria. Caminaron juntos, casi con el mismo ritmo. De pronto, al ver la penumbra, su madre se detuvo y abrazó a los dos niños y rompió en llanto. El Conde y su hermano se refugiaron en el regazo de la angustiada mujer. El Conde intentó decir unas palabras que quisieron dar alivio a su madre, pero se le quedaron aglomeradas y atascadas en un grueso nudo de la garganta. Margarita, vestida de luto completo –el cual usó durante todo un año-, estaba inconsolable, llorando sin reparos, con lágrimas y lamentos, como si intentara sacar todo el dolor que llevaba adentro.
Eran más o menos las cinco y media de la tarde y el sol rojo, en el horizonte lejano, crispaba en agonía…
Texto y fotografía:
Óscar Perdomo León
Sissi y Francisco José se casaron en 1854, cuando ella tenía 16 años. Francisco José vivía muy apegado a su madre, Sofía, hermana de Ludovica que era -según decían- «el hombre de palacio». Sofía quiso moldear a la joven Sissi para que aceptase con profesionalidad su cargo de Emperatriz, pero no lo consiguió y entre ellas se inició un desencuentro que habría de durar hasta la muerte de Sofía. Y es que Sissi no fue una novia feliz -se cuenta que lloró como una malva y que no se consumó el matrimonio hasta pasados unos días, con lo que significada para la corte vienesa-. A Sissi la aguardaban en el Palacio Imperial, el Hofburg, un puñado de arpías dispuestas a criticarla, a observarla y a anularla si hacía falta. Una de sus damas era la implacable condesa Esterházy. Su marido la amó, dio pruebas de ello, pero siempre se sintió apegado a su papel de Emperador, muy conservador, con lo cual no sirvió de mucha ayuda a su esposa en la lucha contra las convenciones sociales y las hipocresías de palacio. Francisco José fue un emperador a la antigua, con un gran trabajo sobre sus espaldas, que no acertó a ver que el mapa europeo estaba cambiando y, con él, toda la concepción del Imperio.
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