María Dolores llegó a La Unión en el primer trimestre del año de 1812. Viuda, con su pequeño vástago en brazos y sin conocer a nadie se instaló en una parcela de tierra cerca de la iglesia parroquial, que logró comprar con el dinero de la venta de algunas de sus propiedades de Sensuntepeque. En ese lugar construyó una casa cómoda y bien ventilada en donde vivió con su hijo Mario Gilberto. Para poder tener una vida tranquila, sin ser perseguida por el gobierno español, decidió alterar un poco su nombre y en esas calurosas tierras orientales fue conocida simplemente como María. Pero en la intimidad del hogar, le contaba a su hijo la historia de las luchas por la independencia, con énfasis en la manera heroica en que había muerto su padre.
Unos meses después llegó a vivir con ella Ana Evarista, una mujer gentil y amable, de origen indígena, que hablaba náhuat y español, y que le ayudaba con los quehaceres del hogar y quien trabajaba además como colaboradora en el próspero negocio que había empezado María Dolores. Con ella llegó a desarrollar una amistad sincera. Ambas creían mucho en los valores de libertad y de justicia. María Dolores tenía una floreciente venta de telas, que iba creciendo día con día y que le generaba lo suficiente para poder pagar una buena educación a su hijo, quien a la edad de 15 años fue enviado a Guatemala para poder realizar estudios de Medicina.
La Independencia Centroamericana, cuya acta oficial se firmó en Guatemala, se llevó a cabo el 15 de septiembre de 1821. María Dolores la celebró con gran alegría junto con los demás pobladores unionenses el 23 de septiembre, fecha en que recibieron la noticia. Ese día recordó con ímpetu a su difunto esposo Gilberto Morales y a sus amigas de Sensuntepeque.
El Padre José Simeón Cañas y Villacorta, diputado por Chimaltenango, había dado ante la Asamblea Constituyente de 1823 un sentido discurso en defensa de los indígenas esclavos, a pesar de presentar una grave enfermedad. María Dolores poseía una copia de ese discurso, que había conseguido a través de un amigo diputado. Un día decidió leérselo a Ana Evarista:
«Vengo arrastrándome y si estuviera agonizando, agonizando viniera para hacer una proposición benéfica a la humanidad desvalida. Con toda la energía con que debe un diputado promover los asuntos interesantes a la Patria, pido que ante todas las cosas, y en la sesión del día, se declaren libres nuestros hermanos esclavos…».
Al finalizar la lectura ambas mujeres lloraron de la emoción.
Muchos años después la Historia Universal demostró que el Padre Cañas había proclamado sus anhelos abolicionistas, muchos años antes que el famoso Abraham Lincoln.
En 1832 María Dolores quedó sola en su casa, ya que, por un lado Mario Gilberto continuaba viviendo en Guatemala, trabajando ya como médico, y por el otro, Ana Evarista, su tan querida y valiente amiga, se había fugado del pueblo de La Unión un día inesperado para unirse a la causa de un indígena de Santiago Nonualco, llamado Anastasio Aquino, quien se había sublevado e iniciado la resistencia y la lucha contra los terratenientes y las familias más poderosas de la zona, ya que éstos les habían arrebatado a los indígenas «los ejidos», es decir, sus tierras comunales, con el objeto de sembrar añil. Ana Evarista se había ido a escondidas de María Dolores, pero le dejó una carta muy franca y amistosa, en donde le explicaba sus razones; le contaba en la misiva que los indios nonualcos, a los que ella pertenecía, se habían dado cuenta que la Independencia no les había traído beneficios, que lo único que habían cambiado eran los amos, pero que los altos impuestos, la falta de libertad, el maltrato y las humillaciones a que los indios eran sometidos permanecían iguales. Le decía que la lucha de Anastasio Aquino era justa, pero incomprendida por muchos. Luego le expresaba el mucho cariño que le tenía y se despedía de ella con un «hasta pronto».
Hasta los oídos de María Dolores, quien se mantenía atenta a los sucesos, llegó la información de que Aquino no era un asaltante de caminos ni violador de mujeres, como pregonaba el gobierno, ya que el líder Aquino, había dicho: «…todo lo que existe en la extensión de estas tierras pertenece a mis hermanos que viven en la miseria». Y habiéndose coronado a sí mismo Rey de los Nonualcos, decretó castigos muy severos para el que realizara robos, violaciones, etc., así como también había establecido la prohibición de cobrar impuestos y de consumir bebidas alcohólicas.
Anastasio Aquino, al frente de unos tres mil hombres armados con lanzas de huiscoyol y con unos cañones fabricados por ellos mismos, derrotó en varias ocasiones a las fuerzas gubernamentales, tomándose las ciudades de Zacatecoluca y San Vicente. Su estrategia de «cien arriba y cien abajo» le había dado resultado.
Pero María Dolores supo, al año siguiente, que al insurgente Aquino lo habían atrapado en el cerro El Tacuazín, tras haber sido traicionado –como Jesús, por Judas- por uno de sus más allegados. Le contaron que lo tuvieron en prisión, pero que después lo pusieron frente al pelotón de fusilamiento, en San Vicente y, al ser vendado de los ojos, Aquino les preguntó a sus verdugos en tono irónico que si lo que querían era «jugar a la gallinita ciega». Le dijeron también que Aquino sonreía burlón y que nunca mostró temor. Luego retumbaron las armas de fuego; pero a alguien no le bastó haberlo fusilado y el hacha, que también mata árboles, cortó el cuello del cadáver y la cabeza rodó ensangrentada; ésta fue exhibida dentro de una jaula en la Cuesta de Los Monteros, como una manera de amedrentar al pueblo.
María Dolores indagó, como pudo, el paradero de Ana Evarista, pero nunca más volvió a saber de ella. Los primeros meses lloró la ausencia de su amiga.
María Dolores era muy dada a seguir los acontecimientos sociales e históricos. Así que también festejó muy contenta en enero de 1834, mes en que supo la noticia, de que el 31 de diciembre de 1833, se había abolido la esclavitud. Ese día volvió a recordar a Ana Evarista.
Mario Gilberto regresó de Guatemala en enero de 1835, para pasar sus vacaciones en La Unión; había planeado pasar todo el mes junto a su madre.
El 20 de aquel mes el amanecer fue realmente hermoso y fresco, el cielo estaba totalmente despejado. Esa mañana Mario Gilberto había convencido a María Dolores para que lo acompañara a un pequeño paseo recorriendo algunas de las playas unionenses. La casa de María Dolores era en las primeras horas del día un verdadero desparpajo, gente yendo y viniendo, María Dolores organizando las meriendas y comidas del día, y la servidumbre cargando el carruaje para el viaje. Mario Gilberto estaba alegre al ver a María Dolores tan radiante como pocas veces la había visto.
Sin embargo, la Historia de El Salvador, antes, durante y después de la colonia, se ha visto llena de caprichosas manifestaciones de la Madre Naturaleza.
A las ocho de la mañana del 20 de enero de 1835, un espantoso estruendo rompió en mil pedazos la tranquilidad y la alegría de toda Centro América. Desde La Unión y San Miguel se pudo observar en el suroeste una altísima columna de humo negro que luego se transformó en un enorme hongo compuesto de gases y cenizas que cubrieron totalmente la luz del sol, volviendo el día en una noche que duró 43 horas seguidas. Los ciudadanos de La Unión vieron y escucharon relámpagos y retumbos que no permitían el total sosiego de las almas. Muchos creyeron que era el día del Juicio Final por lo que públicamente confesaban sus culpas pidiendo la expiación de sus pecados, algunas parejas amancebadas pidieron al cura que los casara, otros creyeron que el demonio acechaba y azotaba con manotazos malignos, otros increparon al general Francisco Morazán –en ese entonces Presidente de las Provincias Unidas de Centroamérica- como único culpable del desastre por ser liberal y ateo, y no faltó quien creyera que el Vesubio nuevamente había resurgido creando un cataclismo mundial.
Tal era la oscuridad que se había esparcido por todo el pueblo que los candiles más potentes apenas iluminaban las manos de aquellos que los cargaban; no se podía ver a más allá de unos pocos pasos.
A las dos de la tarde de ese día una lluvia continua de cenizas que duró alrededor de cuatro a cinco horas cubrió por completo a La Unión y San Miguel, y un espesor de unos cinco a diez pulgadas de la grisácea precipitación formó una alfombra en los suelos; el aire era denso, costaba respirar adecuadamente, las fosas nasales ardían al inspirar y la garganta se sentía áspera y reseca; la sensación de asfixia se percibía en todos los lugares. Cuentan los ancianos del pueblo, con toda la tradición oral que los enriquece, que éstas –las cenizas- habían salido expulsadas con tal fuerza que increíblemente cruzaron los cielos y se esparcieron en un diámetro de 2735 Km., llegando incluso hasta Nueva York. Un tapete de piedra pómez se derramó sobre las aguas del Golfo de Fonseca y la de los alrededores.
Los pueblos de Honduras y Nicaragua estaban sufriendo similar situación.
María Dolores, Mario Gilberto y quienes estaban en su casa agazapados, se refugiaron temporalmente en la bodega, pero al desconocer el origen de tal fenómeno y pensando que algo más severo podía ocurrir, buscaron protección bajo el techo de la iglesia parroquial, tal y como lo había hecho muchos años atrás María Xicotencatl con el deslave del El Chulo. Durante el traslado María Dolores, al igual que otras personas, sufrió fuertes traumas faciales al colisionar muchas veces contra aves que desorientadas y ciegas por la oscurana volaban sin dirección, algunas incluso a ras de suelo. Era imposible andar a caballo o en carruajes, ya que se corría el riesgo de chocar con otro igual, pasar sobre algún transeúnte caído, con alguno de los que corrían sin rumbo o con los que se encontraban petrificados por el evento en plena vía pública. Imperioso resultó movilizarse a pie. María Dolores se asió firmemente del brazo de su hijo; las escasas cuadras que separaban su casa de la iglesia se le volvieron kilómetros.
Bajo el manto eclesial María Dolores aguardó lo peor. La misma sensación de incertidumbre que vivió décadas anteriores al huir de las fuerzas españolas se apoderó nuevamente de su corazón, el cual una vez más saltaba en su pecho.
Las desgracias nunca vienen solas. Una joven mujer primeriza de ascendencia lenca y que se encontraba en el sexto mes de embarazo rompió la fuente, en pleno centro de la nave de la iglesia, desencadenando rápidamente las contracciones inequívocas que anuncian que el momento del parto está cerca. María Dolores al darse cuenta de esto, le avisó de inmediato a su hijo Mario Gilberto. Así, en un ambiente verdaderamente hostil para un recién nacido, en medio de decenas de personas que perplejas fueron testigos involuntarias de lo que ahí ocurría, ella le sirvió de ayudante a su hijo, quien asistió el parto. Pero la extrema prematurez de la pequeña infanta y sus dos y media libras de peso fueron una mala combinación para una época en donde los avances médicos no eran suficientes para mantener con vida a un neonato de 30 semanas y menos si el parto se había dado en un ambiente en donde olía a tragedia por todos lados y la luz del día había sido arrebatada. El sacramento del Bautismo le fue otorgado inmediatamente posterior al nacimiento. María Dolores fue la madrina de una dulce niña de frágil piel color canela-transparente a la que la madre llamó María de los Milagros y que falleció en los brazos de María Dolores, segundos después que le cayeran las primeras gotas de agua bendita que el cura depositara en su pequeña cabeza. María Dolores sintió en esos momentos que el alma se le desgarraba por completo, por unos instantes sintió que todo le daba vueltas y un fino zumbido inundó sus oídos y su piel sudó helado. El médico le quitó el cuerpo de su fallecida ahijada de las manos y se lo entregó a la madre, quien en ese momento se echó a llorar desconsoladamente. El médico sujetó a María Dolores que para entonces tenía los labios y el rostro tan blancos como la misma pila bautismal de la iglesia. Descansó unas horas, mientras lloraba de impotencia en el regazo de Mario Gilberto y recordaba el momento en el que aquel extraño ser con alas le entregó en sus brazos a su pequeño hijo.
Ahí, junto con cientos de personas soportó el terremoto que sobrevino al día siguiente, el cual fue anunciado por las dantescas detonaciones que despertaron inclusive a los pobladores de lejanas tierras como Oaxaca en México, Colombia, Venezuela y hasta el mismo Kingston, Jamaica. Los techos cayeron, las paredes rodaron por los suelos; lejos y cerca se oían los gritos de madres desesperadas que buscaban a sus hijos, los llantos de pequeñines desprotegidos y mil sonidos de animales que ensordecían los oídos de María Dolores; así que, sacando fortaleza de flaqueza y con la sangre de sus antepasados indígenas en sus venas, se irguió como pudo y salió de las ruinas de la iglesia para auxiliar a la gente herida.
Apoteósica fue la causa, pero con su cuerpo sin alimentar y con la adrenalina desbordándose, María Dolores se desmayó en una esquina cualquiera del desfigurado poblado de La Unión.
Toda la tragedia se había debido a que el Consigüina había erupcionado. El único pico nevado de toda la América Central había despertado el 20 de enero de 1835, convirtiéndose abruptamente en volcán. Ubicado en territorio nicaragüense, muy cerca del Golfo de Fonseca, el esplendoroso monte de 4376 metros de altura según medición barométrica, y que en 1802 fuera escalado por el barón alemán Alejandro de Humboldt, quedó reducido a una montaña de aproximadamente 1158 metros de altura y con un enorme cráter frente al mar.
En San Miguel, la población en estado de alarma recurrió nuevamente a la Virgen de las Lavas, para implorarle piedad, tal y como había sucedido hacía apenas 48 años, en 1787, durante la erupción del volcán de San Miguel.
Mario Gilberto salió a auxiliar a las víctimas. Buscaba también a su madre, pues en un momento de confusión, la había perdido.
María Dolores, inconciente, cubierta enteramente de cenizas, era apenas perceptible, su fina y delgada silueta, pobremente visible por los enceguecidos ojos de los angustiados unionenses, estaba tirada en medio de una calle, golpeada del rostro y habiendo sido vapuleada por las hordas de espantadas personas. Pasó así una media hora aproximadamente.
Un jinete corría despavorido y sin rumbo a gran velocidad; los cascos del caballo eran fuertemente sonoros. María Dolores empezó a abrir los ojos y vio venir sobre ella al desorientado jinete. Débilmente trató de levantarse cuando sintió que unos brazos la tomaron por la cintura y la apartaron velozmente; luego se sintió flotando y se dio cuenta de que estaba volando.
-No tengás miedo, María Dolores.
Ella se aferró con fuerza al cuerpo del ser alado que la estaba cargando y se dejó llevar. No podía ver nada más allá de un metro o algo así; pero sí sentía que iba ascendiendo velozmente. De pronto, se hizo la luz y María Dolores pudo ver al frente el inmenso mar azul oscuro; hacia abajo, la nube de cenizas que envolvía a la tierra. Más allá alcanzó a ver una columna gigante de humo que subía hasta el cielo y se diseminaba hacia varios lugares. Una emoción rápida como un latigazo la embargó y derramó de sus ojos unas lágrimas, impresionada y aturdida por lo que miraba. Todo fue muy rápido y entonces sintió un poco de vértigo y cayó en la cuenta de que estaba siendo cargada por Kérridat. Cerró los ojos y se aferró más a él.
Luego abrió los ojos y lo vio de cerca. Pudo apreciar que la piel de Kérridat estaba cubierta por un fino pelo blanco, terso, muy delicado y supremamente corto. Tenía un olor suave, como de caballo recién bañado. Miró a los lados y las grandes alas extendidas, que planeaban en el aire con gran destreza, eran un espectáculo sin igual. A continuación recordó a Mario Gilberto y los ojos se le abrieron grandes.
-¡Mi hijo! ¿Dónde está mi hijo? –gritó María Dolores.
-Él está bien. No te preocupés –le contestó imperturbable, Kérridat.
Y agregó amablemente, pero con firmeza:
-No estás preparada para lo que sigue, así que mejor cerrá los ojos.
En seguida Kérridat empezó a bajar en picada a una velocidad muy alta. En cuestión de segundos, ambos estaban frente a tierra. Kérridat la colocó en el suelo con delicadeza y le dijo que su hijo estaba a unos diez metros en sentido sur. «Gracias», le contestó ella. Luego él se alejó volando y desapareció de su vista como si se hubiese ocultado.
***
Los años transcurrieron tranquilos y prósperos para María Dolores. Su muerte llegó con la vejez y en calma, mientras dormía. Su hijo Mario Gilberto tuvo una abundante descendencia; pero siempre sólo de varones. Hasta que en 1899 nació en Sonsonate una bisnieta de María Dolores, a quien le pusieron por nombre María Josefina.
Escrito por:
Érika Valencia-Perdomo
y Óscar Perdomo León
Una respuesta a “LAS CENIZAS. 1835. (Capítulo VI)”