ALMAS GEMELAS. UNA CANCIÓN PARA LAURA VERÓNICA

Este día les traigo una canción que escribimos mi esposa Érika y yo para nuestra querida Laura Verónica Bodin.

A Laura le gusta viajar y lo ha hecho por muchos países del mundo. Además tiene un pasatiempos muy especial: le encanta la fotografía; le gusta coleccionar fotografías, de las cuales tiene un gran archivo de gran valor, y además ella misma toma fotografías (en el video que verán ustedes a continuación podrán apreciar algunas de ellas).

Érika y yo tenemos una conexión de amistad muy bonita con Laura. La última vez que la vimos estaba muy feliz y rebosando de salud. Y ahora está pasando por una situación muy difícil. Con esta canción, Almas gemelas, hemos querido darle una gran abrazo de sincero amor y fortaleza.

Óscar Perdomo León

«La Puerta del Diablo», Panchimalco, departamento de San Salvador, El Salvador, América Central.

ALMAS GEMELAS

(Grabación casera)

Para quienes no puedan hacer correr este video en mi blog, lo pueden hacer dando un clic en el siguiente enlace: ALMAS GEMELAS.

ALMAS GEMELAS
(Dedicada a Laura Verónica)
Letra:
ÓSCAR PERDOMO LEÓN
y ÉRIKA VALENCIA-PERDOMO.
Música:
ÓSCAR PERDOMO LEÓN.
Teclados, batería y guitarra acústica:
ARECIO DE LEÓN.
Guitarra acústica y bajo eléctrico:
ÓSCAR PERDOMO LEÓN.
Primera voz y segunda alta:
ÓSCAR PERDOMO LEÓN.
Coros:
ARECIO DE LEÓN
y ÓSCAR PERDOMO LEÓN.
Arreglos musicales:
ARECIO DE LEÓN.

***

Todas las fotografías del vídeo (excepto la última) fueron tomadas por Laura Verónica Bodin.

El Salvador, América Central.
Julio de 2014.

LAS CENIZAS. 1835. (Capítulo VI)

Anastasio Aquino

María Dolores llegó a La Unión en el primer trimestre del año de 1812. Viuda, con su pequeño vástago en brazos y sin conocer a nadie se instaló en una parcela de tierra cerca de la iglesia parroquial, que logró comprar con el dinero de la venta de algunas de sus propiedades de Sensuntepeque. En ese lugar construyó una casa cómoda y bien ventilada en donde vivió con su hijo Mario Gilberto. Para poder tener una vida tranquila, sin ser perseguida por el gobierno español, decidió alterar un poco su nombre y en esas calurosas tierras orientales fue conocida simplemente como María. Pero en la intimidad del hogar, le contaba a su hijo la historia de las luchas por la independencia, con énfasis en la manera heroica en que había muerto su padre.

Unos meses después llegó a vivir con ella Ana Evarista, una mujer gentil y amable, de origen indígena, que hablaba náhuat y español, y que le ayudaba con los quehaceres del hogar y quien trabajaba además como colaboradora en el próspero negocio que había empezado María Dolores. Con ella llegó a desarrollar una amistad sincera. Ambas creían mucho en los valores de libertad y de justicia. María Dolores tenía una floreciente venta de telas, que iba creciendo día con día y que le generaba lo suficiente para poder pagar una buena educación a su hijo, quien a la edad de 15 años fue enviado a Guatemala para poder realizar estudios de Medicina.

La Independencia Centroamericana, cuya acta oficial se firmó en Guatemala, se llevó a cabo el 15 de septiembre de 1821. María Dolores la celebró con gran alegría junto con los demás pobladores unionenses el 23 de septiembre, fecha en que recibieron la noticia. Ese día recordó con ímpetu a su difunto esposo Gilberto Morales y a sus amigas de Sensuntepeque.

El Padre José Simeón Cañas y Villacorta, diputado por Chimaltenango, había dado ante la Asamblea Constituyente de 1823 un sentido discurso en defensa de los indígenas esclavos, a pesar de presentar una grave enfermedad. María Dolores poseía una copia de ese discurso, que había conseguido a través de un amigo diputado. Un día decidió leérselo a Ana Evarista:

«Vengo arrastrándome y si estuviera agonizando, agonizando viniera para hacer una proposición benéfica a la humanidad desvalida. Con toda la energía con que debe un diputado promover los asuntos interesantes a la Patria, pido que ante todas las cosas, y en la sesión del día, se declaren libres nuestros hermanos esclavos…».

Al finalizar la lectura ambas mujeres lloraron de la emoción.

Muchos años después la Historia Universal demostró que el Padre Cañas había proclamado sus anhelos abolicionistas, muchos años antes que el famoso Abraham Lincoln.

En 1832 María Dolores quedó sola en su casa, ya que, por un lado Mario Gilberto continuaba viviendo en Guatemala, trabajando ya como médico, y por el otro, Ana Evarista, su tan querida y valiente amiga, se había fugado del pueblo de La Unión un día inesperado para unirse a la causa de un indígena de Santiago Nonualco, llamado Anastasio Aquino, quien se había sublevado e iniciado la resistencia y la lucha contra los terratenientes y las familias más poderosas de la zona, ya que éstos les habían arrebatado a los indígenas «los ejidos», es decir, sus tierras comunales, con el objeto de sembrar añil. Ana Evarista se había ido a escondidas de María Dolores, pero le dejó una carta muy franca y amistosa, en donde le explicaba sus razones; le contaba en la misiva que los indios nonualcos, a los que ella pertenecía, se habían dado cuenta que la Independencia no les había traído beneficios, que lo único que habían cambiado eran los amos, pero que los altos impuestos, la falta de libertad, el maltrato y las humillaciones a que los indios eran sometidos permanecían iguales. Le decía que la lucha de Anastasio Aquino era justa, pero incomprendida por muchos. Luego le expresaba el mucho cariño que le tenía y se despedía de ella con un «hasta pronto».

Hasta los oídos de María Dolores, quien se mantenía atenta a los sucesos, llegó la información de que Aquino no era un asaltante de caminos ni violador de mujeres, como pregonaba el gobierno, ya que el líder Aquino, había dicho: «…todo lo que existe en la extensión de estas tierras pertenece a mis hermanos que viven en la miseria». Y habiéndose coronado a sí mismo Rey de los Nonualcos, decretó castigos muy severos para el que realizara robos, violaciones, etc., así como también había establecido la prohibición de cobrar impuestos y de consumir bebidas alcohólicas.

Anastasio Aquino, al frente de unos tres mil hombres armados con lanzas de huiscoyol y con unos cañones fabricados por ellos mismos, derrotó en varias ocasiones a las fuerzas gubernamentales, tomándose las ciudades de Zacatecoluca y San Vicente. Su estrategia de «cien arriba y cien abajo» le había dado resultado.

Pero María Dolores supo, al año siguiente, que al insurgente Aquino lo habían atrapado en el cerro El Tacuazín, tras haber sido traicionado –como Jesús, por Judas- por uno de sus más allegados. Le contaron que lo tuvieron en prisión, pero que después lo pusieron frente al pelotón de fusilamiento, en San Vicente y, al ser vendado de los ojos, Aquino les preguntó a sus verdugos en tono irónico que si lo que querían era «jugar a la gallinita ciega». Le dijeron también que Aquino sonreía burlón y que nunca mostró temor. Luego retumbaron las armas de fuego; pero a alguien no le bastó haberlo fusilado y el hacha, que también mata árboles, cortó el cuello del cadáver y la cabeza rodó ensangrentada; ésta fue exhibida dentro de una jaula en la Cuesta de Los Monteros, como una manera de amedrentar al pueblo.

María Dolores indagó, como pudo, el paradero de Ana Evarista, pero nunca más volvió a saber de ella. Los primeros meses lloró la ausencia de su amiga.

María Dolores era muy dada a seguir los acontecimientos sociales e históricos. Así que también festejó muy contenta en enero de 1834, mes en que supo la noticia, de que el 31 de diciembre de 1833, se había abolido la esclavitud. Ese día volvió a recordar a Ana Evarista.

Mario Gilberto regresó de Guatemala en enero de 1835, para pasar sus vacaciones en La Unión; había planeado pasar todo el mes junto a su madre.

El 20 de aquel mes el amanecer fue realmente hermoso y fresco, el cielo estaba totalmente despejado. Esa mañana Mario Gilberto había convencido a María Dolores para que lo acompañara a un pequeño paseo recorriendo algunas de las playas unionenses. La casa de María Dolores era en las primeras horas del día un verdadero desparpajo, gente yendo y viniendo, María Dolores organizando las meriendas y comidas del día, y la servidumbre cargando el carruaje para el viaje. Mario Gilberto estaba alegre al ver a María Dolores tan radiante como pocas veces la había visto.

Sin embargo, la Historia de El Salvador, antes, durante y después de la colonia, se ha visto llena de caprichosas manifestaciones de la Madre Naturaleza.

A las ocho de la mañana del 20 de enero de 1835, un espantoso estruendo rompió en mil pedazos la tranquilidad y la alegría de toda Centro América. Desde La Unión y San Miguel se pudo observar en el suroeste una altísima columna de humo negro que luego se transformó en un enorme hongo compuesto de gases y cenizas que cubrieron totalmente la luz del sol, volviendo el día en una noche que duró 43 horas seguidas. Los ciudadanos de La Unión vieron y escucharon relámpagos y retumbos que no permitían el total sosiego de las almas. Muchos creyeron que era el día del Juicio Final por lo que públicamente confesaban sus culpas pidiendo la expiación de sus pecados, algunas parejas amancebadas pidieron al cura que los casara, otros creyeron que el demonio acechaba y azotaba con manotazos malignos, otros increparon al general Francisco Morazán –en ese entonces Presidente de las Provincias Unidas de Centroamérica- como único culpable del desastre por ser liberal y ateo, y no faltó quien creyera que el Vesubio nuevamente había resurgido creando un cataclismo mundial.

Tal era la oscuridad que se había esparcido por todo el pueblo que los candiles más potentes apenas iluminaban las manos de aquellos que los cargaban; no se podía ver a más allá de unos pocos pasos.

A las dos de la tarde de ese día una lluvia continua de cenizas que duró alrededor de cuatro a cinco horas cubrió por completo a La Unión y San Miguel, y un espesor de unos cinco a diez pulgadas de la grisácea precipitación formó una alfombra en los suelos; el aire era denso, costaba respirar adecuadamente, las fosas nasales ardían al inspirar y la garganta se sentía áspera y reseca; la sensación de asfixia se percibía en todos los lugares. Cuentan los ancianos del pueblo, con toda la tradición oral que los enriquece, que éstas –las cenizas- habían salido expulsadas con tal fuerza que increíblemente cruzaron los cielos y se esparcieron en un diámetro de 2735 Km., llegando incluso hasta Nueva York. Un tapete de piedra pómez se derramó sobre las aguas del Golfo de Fonseca y la de los alrededores.

Los pueblos de Honduras y Nicaragua estaban sufriendo similar situación.

María Dolores, Mario Gilberto y quienes estaban en su casa agazapados, se refugiaron temporalmente en la bodega, pero al desconocer el origen de tal fenómeno y pensando que algo más severo podía ocurrir, buscaron protección bajo el techo de la iglesia parroquial, tal y como lo había hecho muchos años atrás María Xicotencatl con el deslave del El Chulo. Durante el traslado María Dolores, al igual que otras personas, sufrió fuertes traumas faciales al colisionar muchas veces contra aves que desorientadas y ciegas por la oscurana volaban sin dirección, algunas incluso a ras de suelo. Era imposible andar a caballo o en carruajes, ya que se corría el riesgo de chocar con otro igual, pasar sobre algún transeúnte caído, con alguno de los que corrían sin rumbo o con los que se encontraban petrificados por el evento en plena vía pública. Imperioso resultó movilizarse a pie. María Dolores se asió firmemente del brazo de su hijo; las escasas cuadras que separaban su casa de la iglesia se le volvieron kilómetros.

Bajo el manto eclesial María Dolores aguardó lo peor. La misma sensación de incertidumbre que vivió décadas anteriores al huir de las fuerzas españolas se apoderó nuevamente de su corazón, el cual una vez más saltaba en su pecho.

Las desgracias nunca vienen solas. Una joven mujer primeriza de ascendencia lenca y que se encontraba en el sexto mes de embarazo rompió la fuente, en pleno centro de la nave de la iglesia, desencadenando rápidamente las contracciones inequívocas que anuncian que el momento del parto está cerca. María Dolores al darse cuenta de esto, le avisó de inmediato a  su hijo Mario Gilberto. Así, en un ambiente verdaderamente hostil para un recién nacido, en medio de decenas de personas que perplejas fueron testigos involuntarias de lo que ahí ocurría, ella le sirvió de ayudante a su hijo, quien asistió el parto. Pero la extrema prematurez de la  pequeña  infanta y sus dos y media libras de  peso fueron una mala combinación para una época en donde los avances médicos no eran suficientes para mantener con vida a un neonato de 30 semanas y menos si el parto se había dado en un ambiente en donde olía a tragedia por todos lados y la luz del día había sido arrebatada. El sacramento del Bautismo le fue otorgado inmediatamente posterior al nacimiento. María Dolores fue la madrina de una dulce niña de frágil piel color canela-transparente a la que la madre llamó María de los Milagros y que falleció en los brazos de María Dolores, segundos después que le cayeran las primeras gotas de agua bendita que el cura depositara en su pequeña cabeza. María Dolores sintió en esos momentos que el alma se le desgarraba por completo, por unos instantes sintió que todo le daba vueltas y un fino zumbido inundó sus oídos y su piel sudó helado. El médico le quitó el cuerpo de su fallecida ahijada de las manos y se lo entregó a la madre, quien en ese momento se echó a llorar desconsoladamente. El médico sujetó a María Dolores que para entonces tenía los labios y el rostro tan blancos como la misma pila bautismal de la iglesia. Descansó unas horas, mientras lloraba de impotencia en el regazo de Mario Gilberto y recordaba el  momento en el que aquel extraño ser con alas le entregó en sus brazos a su pequeño hijo.

Ahí, junto con cientos de personas soportó el terremoto que sobrevino al día siguiente, el cual fue anunciado por las dantescas detonaciones que despertaron inclusive a los pobladores de lejanas tierras como Oaxaca en México, Colombia, Venezuela y hasta el mismo Kingston, Jamaica. Los techos cayeron, las paredes rodaron por los suelos; lejos y cerca se oían los gritos de madres desesperadas que buscaban a sus hijos, los llantos de pequeñines desprotegidos y mil sonidos de animales que ensordecían los oídos de María Dolores; así que, sacando fortaleza de flaqueza y con la sangre de sus antepasados indígenas en sus venas, se irguió como pudo y salió de las ruinas de la iglesia para auxiliar a la gente herida.

Apoteósica fue la causa, pero con su cuerpo sin alimentar y con la adrenalina desbordándose, María Dolores se desmayó en una esquina cualquiera del desfigurado poblado de La Unión.

Toda la tragedia se había debido a que el Consigüina había erupcionado. El único pico nevado de toda la América Central había despertado el 20 de enero de 1835, convirtiéndose abruptamente en volcán. Ubicado en territorio nicaragüense, muy cerca del Golfo de Fonseca, el esplendoroso monte de 4376 metros de altura según medición barométrica, y que en 1802 fuera escalado por el barón alemán Alejandro de Humboldt, quedó reducido a una montaña de aproximadamente 1158 metros de altura y con un enorme cráter frente al mar.

Volcán descarga volcánica

En San Miguel, la población en estado de alarma recurrió nuevamente a la Virgen de las Lavas, para implorarle piedad, tal y como había sucedido hacía apenas 48 años, en 1787, durante la erupción del volcán de San Miguel.

Mario Gilberto salió a auxiliar a las víctimas. Buscaba también a su madre, pues en un momento de confusión, la había perdido.

María Dolores, inconciente, cubierta enteramente de cenizas, era apenas perceptible, su fina y delgada silueta, pobremente visible por los enceguecidos ojos de los angustiados unionenses, estaba tirada en medio de una calle, golpeada del rostro y habiendo sido vapuleada por las hordas de espantadas personas. Pasó así una media hora aproximadamente.

Un jinete corría despavorido y sin rumbo a gran velocidad; los cascos del caballo eran fuertemente sonoros. María Dolores empezó a abrir los ojos y vio venir sobre ella al desorientado jinete. Débilmente trató de levantarse cuando sintió que unos brazos la tomaron por la cintura y la apartaron velozmente; luego se sintió flotando y se dio cuenta de que estaba volando.

-No tengás miedo, María Dolores.

Ella se aferró con fuerza al cuerpo del ser alado que la estaba cargando y se dejó llevar. No podía ver nada más allá de un metro o algo así; pero sí sentía que iba ascendiendo velozmente. De pronto, se hizo la luz y María Dolores pudo ver al frente el inmenso mar azul oscuro; hacia abajo, la nube de cenizas  que envolvía a la tierra. Más allá alcanzó a ver una columna gigante de humo que subía hasta el cielo y se diseminaba hacia varios lugares. Una emoción rápida como un latigazo la embargó y derramó de sus ojos unas lágrimas, impresionada y aturdida por lo que miraba. Todo fue muy rápido y entonces sintió un poco de vértigo y cayó en la cuenta de que estaba siendo cargada por Kérridat. Cerró los ojos y se aferró más a él.

Luego abrió los ojos y lo vio de cerca. Pudo apreciar que la piel de Kérridat estaba cubierta por un fino pelo blanco, terso, muy delicado y supremamente corto. Tenía un olor suave, como de caballo recién bañado. Miró a los lados y las grandes alas extendidas, que planeaban en el aire con gran destreza, eran un espectáculo sin igual. A continuación recordó a Mario Gilberto y los ojos se le abrieron grandes.

-¡Mi hijo! ¿Dónde está mi hijo? –gritó María Dolores.

-Él está bien. No te preocupés –le contestó imperturbable, Kérridat.

Y agregó amablemente, pero con firmeza:

-No estás preparada para lo que sigue, así que mejor cerrá los ojos.

En seguida Kérridat empezó a bajar en picada a una velocidad muy alta. En cuestión de segundos, ambos estaban frente a tierra. Kérridat la colocó en el suelo con delicadeza y le dijo que su hijo estaba a unos diez metros en sentido sur. «Gracias», le contestó ella. Luego él se alejó volando y desapareció de su vista como si se hubiese ocultado.

***

Los años transcurrieron tranquilos y prósperos para María Dolores. Su muerte llegó con la vejez y en calma, mientras dormía. Su hijo Mario Gilberto tuvo una abundante descendencia; pero siempre sólo de varones. Hasta que en 1899 nació en Sonsonate una bisnieta de María Dolores, a quien le pusieron por nombre María Josefina.

Escrito por:

Érika Valencia-Perdomo

y Óscar Perdomo León

Pintura extraída del blog Patria Literaria: Anastasio Aquino
Relacionados: El indio Anastasio Aquino, grupo musical ZUNCA.
Fotografía de volcán en erupción tomada de Google.

MARÍA DOLORES. 1811 (Capítulo V)

Mestiza 1

La pequeña María Dolores era una niña muy inquieta, inteligente, ojos de color miel, cejas bien definidas y sonrisa brillante; el mestizaje había hecho bien su trabajo en ella. Se crió en un ambiente totalmente distinto al de sus ancestros. Vivió en una mansión llena de habitaciones y empleados. La educación que recibió desde pequeña fue muy buena; tuvo profesores de alta calidad, algunos habían venido desde España para enseñarle historia, letras y etiqueta.

Sus hermanos mayores la querían mucho y tenían siempre especial atención hacia ella.

A la edad de 22 años, en el año de 1800, contrajo matrimonio con Gilberto Morales, un acaudalado hombre originario de Sensuntepeque, población que pertenecía al distrito de Titihuapa, por lo que ella se mudó hacia esas tierras, en donde su esposo tenía una gran hacienda. Gilberto Morales se dedicaba en grande al cultivo del añil y sus ganancias eran bastante considerables.

Durante muchos años la pareja estuvo buscando un embarazo que nunca llegaba; María Dolores pensaba –porque la fe y la fama trascienden al tiempo- que si su madre, María Xicotencatl, “la bruja”, estuviera viva, le habría dado alguna pócima medicinal que la habría ayudado a quedar embarazada rápidamente. Sin embargo sólo le quedaba resignarse y de vez en cuando, en silencio, realizar ayunos severos ofrecidos a Santa Bárbara, para recibir el amparo y la fortaleza necesaria para aceptar que jamás sería madre.

El esposo de María Dolores era paciente; pero también deseaba mucho tener un heredero; con los años, trató de embarazar a otras mujeres y tuvo éxito al tener varios vástagos ilegítimos con un par de mozuelas foráneas que vivían en las cercanías de la hacienda Niqueresque, en La Puebla (hoy conocida como Ciudad Dolores); sin embargo, todos los hijos que tuvo fueron niñas.

En esos días toda la zona centroamericana estaba sometida a la España imperialista; pero los grandes hacendados y los terratenientes criollos ya no soportaban más seguir pagando los impuestos a la Corona Española. Buscaban la independencia, pero la desorganización era grande, hasta que el 24 de enero de 1811, muy lejos de donde vivía María Dolores, en el pueblo de Mexicanos, los curas Nicolás y Vicente Aguilar, junto al general Manuel José Arce y otros patriotas, se reunieron para planear la insurrección independentista. Todos éstos eran dueños de grandes haciendas.

Las noticias viajan rápido y los rumores de este movimiento de liberación llegaron a oídos de María Dolores, quien se identificó de inmediato con la causa, debido a que ella en su corazón deseaba la libertad de todos los esclavos e indígenas que estaban sometidos a un trato infrahumano, porque ella no olvidaba que los orígenes de su sangre provenían de una civilización ancestral esplendorosa, una raza muy sabia que había llegado a desarrollar la ciencia en forma muy avanzada, un pueblo indígena que había sufrido muchos atropellos y que merecía un mejor destino. Además, era esposa de un hacendado del añil, que era de los que saldrían más beneficiados en caso de un triunfo independentista.

María Dolores mostró su apoyo y amistad a María Feliciana de los Ángeles y Manuela Miranda, bravías y valientes mujeres sensuntepecanas que junto con algunos hombres, de forma clandestina, también daban su respaldo a la causa.

Ese año de 1811 fue muy agitado y de numerosas revueltas libertarias, como las ocurridas en Santiago Nonualco, Usulután, Chalatenango, Tejutla, Santa Ana y San Salvador.

Cuando María Dolores cumplió 33 años de edad, en 1811, quedó, milagrosamente, por fin embarazada. Con los meses María Dolores se palpaba el abdomen ya hinchado, lleno de una nueva vida y pensaba que su hijo iba nacer en una nueva era, por eso convenció a su esposo Gilberto de que a partir del sexto mes de gestación se instalaran en la quinta que poseían en el poblado de Sensuntepeque, previendo el momento del nacimiento y para facilitar la llegada pronta de la partera, ya que la hacienda quedaba en un lugar en las afueras de Sensuntepeque y de muy difícil acceso por el cordón de cerros y montañas que han caracterizado desde siempre a esa zona.

El 20 de diciembre de 1811, en el lugar conocido como la Piedra Bruja en Villa Victoria, se reunieron personas procedentes de San Lorenzo, La Bermuda, El Volcán y San Matías, para levantarse en armas, dirigidas por los comisarios Juan Morales, Antonio Reyes, Isidoro Cibrián, y las señoras María Feliciana de los Ángeles y Manuela Miranda.

En las primeras horas del amanecer, penetraron clandestinamente a Sensuntepeque, unos montados en sus caballos y otros a pie, y, con mucha habilidad castrense, se tomaron el cuartel militar, sacando en desbandada al subdelegado español José María Muñoz.

Sin embargo, muy pronto los refuerzos militares llegaron para repeler a los insurgentes. Las fuerzas libertarias no contaban con demasiada gente y habían pensado que el pueblo sensuntepecano se les uniría para combatir a los extranjeros españoles que tantos años y años habían tenido subyugado al pueblo centroamericano. Pero los pobladores de Sensuntepeque y de Guacotecti no les dieron respaldo a los insurrectos que buscaban la tan ansiada independencia de España.

La quinta de Gilberto Morales y de María Dolores, simpatizantes del movimiento de independencia, fue atacada por las fuerzas militares fieles a la Corona Española. Gilberto le ordenó a Fabián, uno de sus empleados de confianza, que se llevara a María Dolores a un lugar seguro. Numeroso armamento continuaba disparando nutrida pólvora hacia la quinta.  Gilberto, arma en mano, continuó resistiendo.

María Dolores y Fabián salieron rápida y sigilosamente por una puerta secreta que comunicaba con una calle perpendicular a la entrada principal. Ambos, parapetados por la escasa luz de los tenues rayos solares y por los altos árboles de mangos, naranjos y ceibas de los alrededores de la quinta, lograron escapar, huyendo rumbo al nororiente por una vereda que conducía a un monte escondido, buscando hacia el Cerro Grande. Pero en el camino un disparo, que parecía una bala perdida o el certero proyectil de un franco tirador, hirió fatídicamente en la cabeza a Fabián, quien cayó al suelo de golpe y convulsionó brevemente, con los ojos puestos hacia el cenit y con la boca emanando saliva en forma de espuma. En cortos segundos dejó de respirar. María Dolores trató de auxiliarlo, pero comprendió que todo era inútil. El pecho de María Dolores estaba agitado y casi podía oír sus propios latidos cardíacos.

Sintiendo en sus talones los cascos cercanos de la caballería española, María Dolores corrió como pudo, aún en su estado de avanzada preñez, alcanzando a llegar al Cerro Grande, pero estando allí tropezó accidentalmente con una gran raíz saliente de un enorme y viejo árbol de amate, cayendo al suelo y causándose un fuerte golpe en el abdomen. Inmediatamente inició dolores de parto. María Dolores alcanzaba a escuchar la pólvora de armas de guerra que reventaba a lo lejos.

De pronto sintió que algo húmedo escurría a través sus genitales y se tocó con la mano derecha, la cual quedó manchada de sangre oscura. Los dolores que anuncian la venida del nuevo ser fueron en aumento, así como también su angustia. Igualmente la inquietaba la incertidumbre de no saber dónde estaba su esposo ni qué le había pasado. El sangramiento se incrementaba a cada momento, sintió frío y empezó a ver oscuro. Entre lágrimas, dolor y temor se preguntó sí acaso moriría igual que su madre. En un par de minutos perdió el conocimiento.

En Sensuntepeque las fuerzas rebeldes fueron aplastadas. Pero el fracaso del movimiento sensuntepecano no impediría el avance de las fuerzas libertadoras por toda el área centroamericana. Las gestas independentistas se sucedían una a otra en todo el istmo centroamericano, a partir del fuego germinal que había sido encendido en el departamento de San Salvador.

Al siguiente día, al amanecer, María Dolores abrió los ojos. Sintió un alivio de sus pesares.  Instintivamente se palpó el abdomen y estaba casi plano. Entonces se asustó. Se levantó haciendo un gran esfuerzo y un poco mareada, miró a su alrededor y se dio cuenta de que estaba en un rancho rural deshabitado. Lentamente salió de éste y observó que frente a ella, dándole la espalda, estaba una criatura alada  -de gran estatura, con fuertes y definidos músculos-  que ella no había visto nunca, pero ni en sueños. Se quedó paralizada de la impresión, helada de temor.

El ser alado se volvió hacia ella y en sus brazos, cargándolo con ternura, tenía un bebé que dormía mansamente.

-Es tu hijo –le dijo.

-¿Mi hijo? ¿Y usted quién es?

-Quien soy, no importa. Pero si querés nombrarme de alguna forma me podés llamar Kérridat. Lo único que en verdad interesa y que debés saber es que conocí a tu madre y por ella estoy acá. Yo asistí tu parto, María Dolores, mientras estabas inconciente.

Luego se acercó a ella y le entregó el bebé.

María Dolores estaba intrigada y sorprendida mirando a Kérridat. Luego lloró de la emoción y de la gran felicidad de ver a su hijo. Apretando el bebé contra su pecho y pensando en voz alta entre sollozos dijo:

-Tu nombre será Gilberto, como tu padre. Mario Gilberto.

Y luego agregó:

-¡Ojalá estuviera aquí mi esposo para verlo!

Kérridat guardó silencio y la miró con ojos compasivos. Luego se alejó rápidamente y se elevó hacia los cielos.

***

María Dolores estuvo dos meses en ese lugar. Sobrevivió sin ayuda de nadie. Cuando emprendió el regreso a pie hacia su casa, por el camino se encontró a algunos indígenas que la conocían y quienes la creían muerta. María Dolores se puso tan contenta de verlos que unas lágrimas de alegría le rodaron en el rostro.

Al preguntar por Gilberto ellos le hicieron saber sobre el fallecimiento de su esposo, en plena batalla, defendiendo los ideales de libertad.

A María Dolores se le confundieron las lágrimas de alegría con las de dolor.

Al llegar a su hogar en ruinas, debido a que había sido incendiado el día del alzamiento por las fuerzas de la Corona Española, fue recibida por los fieles trabajadores que aún estaban ahí. Fue así como se enteró del cruel destino de María Feliciana y Manuela Miranda, quienes fueron atrapadas y condenadas a 25 azotes y luego trasladadas a la casa del cura de San Vicente, Manuel Antonio Molina, para guardar prisión y que le sirvieran durante toda la condena. Algunos de los hombres que participaron en el movimiento fueron capturados días después y se les envió a prisión al Castillo de Omoa, en Honduras y nunca más se supo de ellos. María Dolores decidió vender lo poco que le quedaba y con el pequeño Mario Gilberto en brazos decidió radicarse en la lejana ciudad de La Unión.

Escrito por:

Érika Valencia-Perdomo

y Óscar Perdomo León

Fotografía de Hugo «Turix» Borges.

LA PUERTA DEL DIABLO. 1762 (Capítulo III)

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María Xicotencatl, era una joven que rondaba los catorce años de edad. Su liso y trenzado cabello negro, que era sujetado con telas muy coloridas, alegremente danzaba a la altura de su cintura. Su tez morena, como el barro, servía de marco perfecto para sus rasgados y hermosos ojos negros, los cuales lograba abrir totalmente cuando se asustaba o se asombraba de las pequeñas o grandes cosas de la naturaleza; esos mismos ojos no dejaban escapar ningún detalle, ella era una observadora nata.

Se decía que sus antepasados habían sido de origen azteca y que habían venido en las primeras migraciones desde el norte hacia las tierras del quetzal y del torogoz. Vivió en Santa Cruz Panchimalco casi toda su vida y cuentan hoy en día algunos lugareños que fue poseedora de un particular y muy agudizado “sexto sentido.”

Santa Cruz Panchimalco estaba asentado en las faldas de El Chulo, que era un cerro peñascoso, apelmazado y duro, con una apariencia áspera en su vértice; era una masa cónica e imponente que siempre estaba a la vista de todos sus habitantes. Ya en 1762, Santa Cruz Panchimalco era un poblado pequeño con verdaderas raíces indígenas y con muy pocos mestizos. La población era relativamente pequeña y todos se conocían unos a otros. Los hombres en su mayoría se dedicaban a la agricultura y a la cacería, y las mujeres a las cosas del hogar. Prácticamente todos en el pueblito eran bilingües; su lengua materna era el náhuat y es lo que se hablaba en la cotidianidad del día. Pero cuando alguien que no era un lugareño se acercaba a ellos, inmediatamente pasaban a hablar el español, por la costumbre desconfiada que llevaban en la conciencia desde que los españoles habían destruido todo el esplendor de su gran cultura.

Los hombres vestían a dos piezas, con camisas de manga larga y pantalones sin muchos adornos. La mayoría usaba sombrero. Los hombres en general eran respetuosos con sus vecinos.

Las mujeres vestían de una manera más vistosa. Usaban el tradicional traje de «panchas», una especie de falda muy larga y con mucho vuelo, que llegaba hasta los tobillos, de un gran colorido en el bordado del final de la falda, tejida hábilmente por ellas mismas en telares manuales, que aprendían a utilizar desde muy niñas. La blusa siempre tenía colores muy vivos y alegres.

Los pobladores llevaban en general una vida bastante tranquila y pacífica.

A María Xicotencatl le gustaba escaparse por horas para admirar El Chulo; le llamaba la atención que la cima del cerro fuera de poca y particular vegetación, la misma que contrastaba con la exuberancia del bosque que se encontraba a sus pies y que abrazaba el contorno del pueblito de Santa Cruz Panchimalco. Le gustaba también porque había abundancia de animales, como tepezcuintles, venados, ardillas, ocelotes y una gran variedad de bulliciosas aves. El significado de El Chulo en nahuat es “Lugar del desertor” o “Lugar del fugitivo”.  Cada nombre que los indígenas le habían dado a los lugares y a las cosas tenía una historia y un misterio que guardaban en la memoria colectiva.

La primera semana de octubre llovió tempestuosa y copiosamente. Era un temporal de los muchos que se habían sucedido durante toda la segunda mitad del siglo XVIII, en el territorio de lo que ahora es El Salvador. La gente decía que eran “diluvios” y en parte tenía razón, porque la lluvia no cesaba. Los truenos eran ensordecedores y se repetían en una casi interminable fila; los relámpagos que los precedían iluminaban todo el pequeño pueblo indígena. Los vientos huracanados eran de una velocidad y fuerza nunca antes vistas en esta zona. Para ser un área tropical, la temperatura había descendido notablemente y el frío carcomía las articulaciones. Al final de esa semana llovió más intensamente y los vientos y truenos aumentaron su poder, derribando en el pueblo un par de arbustos y algunos techos.

El ocho de octubre de aquel año muchos de los aldeanos corrieron a refugiarse en sus chozas de adobe para orar y pedir protección a sus dioses; ya no podían hacer los viejos sacrificios de sus antepasados para implorar piedad y protección; el hombre blanco les había impuesto un dios único, en el que algunos creían y otros no; pero todos trataban de mantener una apariencia que no chocara con la Corona Española.

Algunos otros pobladores buscaron albergue en la iglesia y se unieron al señor Cura para rezarle a Dios, con el fin de pedirle que los cuidara de estas acechanzas y de la furia de la naturaleza que se descargaba sobre ellos. De pronto, cuando dieron las ocho de la noche, bajo la penetrante e interminable tormenta, se escuchó un estruendo vociferante, lejano, y que a cada momento se hacía más y más fuerte, acercándose vorazmente hacia ellos. Entre el llanto de los niños, el rezo de las señoras y la confusión de lo desconocido no faltó quienes pensaron que era el fin del mundo.

El planeta Tierra, lleno de vida y de energía, en su natural evolución, estaba en el centro de los inevitables cambios que el tiempo da al universo.

El fuerte y ensordecedor sonido que los pobladores habían escuchado, provenía del cerro El Chulo, el cual había sufrido una fractura inmensa que lo había dividido en dos grandes peñascos. Un terrible deslave se originó ahí mismo y un mar de lodo, ramas, árboles, rocas y animales arrastrados descendía con furia desde la cúspide. La vorágine engulló una gran cantidad de casas, las cuales quedaron sepultadas junto con sus habitantes, bajo las infinitas toneladas de fango. Todo fue tan súbito que muy pocos, de los que estaban en su camino, se pudieron poner a salvo.

A María Xicotencatl le temblaba el cuerpo, quizás por una mezcla de frío y de miedo. Se encontraba en la iglesia, junto a una multitud atemorizada que estaba a punto de alcanzar el pánico.  Toda la noche pasó pendiente, sin cerrar un solo ojo.

Al amanecer, la lluvia fue cejando y la tragedia se vio descubierta por la luz del sol. La mayoría de casas habían sido destruidas y, la sencilla arquitectura del pueblito, sumergida en un caos. Había muertos por doquier. Los animales de crianza también fueron castigados por la madre natura. Los cadáveres de humanos y animales eran numerosos, y la mayoría estaban apilados en la confluencia de dos ríos que rodeaban al pueblo.

María Xicotencatl había sobrevivido, al igual que sus padres y sus hermanos; pero sentía una angustia por sus vecinos muertos. Asimismo sentía pesar por su querido cerro El Chulo, que de seguro no tenía la culpa de nada, que, en estas catástrofes y desdichas inesperadas, Dios era el que movía la naturaleza a su antojo. Así que, mientras unos buscaban los cadáveres de sus familiares y otros rogaban a sus dioses que los cuidara de todos los males, ella, cargando únicamente un pequeño tecomate lleno de agua, caminó sin vacilación alguna hacia el empinado sendero que se dirigía a la cima del cerro que ella tanto amaba y que al igual que sus semejantes también había sucumbido a los incomprensibles designios de la Madre Naturaleza. No le importó que la geografía natural se hubiera alterado considerablemente y que la tierra estuviera aún sin firmeza; María Xicotencatl tenía una brújula muy exacta en su sangre que la guiaba con facilidad por cualquier camino.

Quería mirar desde lo más cerca posible la herida que había sufrido el cerro. Todo estaba desolado. Los pájaros habían callado. No había caminado demasiado cuando escuchó en medio del silencio luctuoso una respiración dificultosa, tras los restos de unos árboles desprendidos. Pensó que alguno de sus vecinos que había andado cazando no había tenido tiempo de regresar y que probablemente había quedado atrapado en la tormenta. Se acercó entonces inmediatamente. Pero se detuvo bruscamente transformando sus facciones de incertidumbre a unas impregnadas de horror. Lo que habían visto sus ojos era algo atemorizante.

Instintivamente se alejó y corrió, pero su curiosidad fue más fuerte que su miedo y se detuvo. Y entonces volvió la mirada a lo que ya había visto.

¿Qué era aquello? Ella nunca había visto algo así antes. ¿Era acaso el mismísimo demonio que había venido a destruir todo lo que tenía vida? Eso no era un hombre, porque los hombres no tienen rostros como el que ella veía, ni mucho menos grandes alas en la espalda. Aunque parecía un humano de grandes dimensiones, pero también un animal herido.

María Xicotencatl se quedó un momento inmóvil mirando al extraño ser que yacía sobre un montón de lodo y con señales de haber sido golpeado en el pecho, quizás por una enorme roca. O quizás, pensó María Xicotencatl, si tenía alas y andaba volando, la tormenta lo podía haber hecho caer con violencia.

Mientras conjeturaba lo miró a los ojos y se dio cuenta de que el extraño ser parecía pedir ayuda con la mirada; se veía débil y respiraba con inquietud. María Xicotencatl pensó que el Altísimo, que había hecho el sol y la luna, a los hombres y a las mujeres, a los animales y a todo lo que se ve sobre la tierra, tiene sus designios y sus misterios, y esta extraña criatura no podía ser más que otra obra de Dios.

Así que se acercó lenta y cautelosamente. El ente la miró con ojos perdidos, como si estuviera a punto de morir. María Xicotencatl se apiadó de él y le acercó a los labios la boca del pequeño tecomate, de donde salió agua limpia y cristalina que el extraño ser bebió. Luego se quedó dormido.

María Xicotencatl regresó al pueblo, pero la voz interna de su conciencia le aconsejó no contar todavía nada a nadie.

Al atardecer regresó al lugar y el ser alado se veía aún muy débil. Ella se acercó y le ofreció beber atol shuco y le dio a comer unas tortillas con queso. Él aceptó silenciosamente; algo parecido a una sonrisa se asomó en su boca.

María Xicotencatl se alejó; pero regresó de la misma manera dos días más. Al tercer día el ser alado ya no estaba ahí.

La vida de Santa Cruz Panchimalco continuó lentamente con la reconstrucción de lo destruido y con el trabajo habitual de sus pobladores.

María Xicotencatl trató de continuar con su vida. Con su piedra de moler, deshacía los granos de maíz hasta convertirlos en aquella masa blanca moldeable, la cual en sus manos se volvía alimento, sólo tenía que darle forma esférica y palmearla y lanzarla al comal caliente; las aromáticas tortillas eran su vida y también la vida del pueblo. El maíz era el dios interiorizado en el corazón y en la mente de todos. El maíz era el alfa y el omega, la piedra angular de todo movimiento importante de la comunidad. La flor y las semillas del maíz recorrían la sangre y el alma de Santa Cruz Panchimalco.

María Xicotencatl llegó a pensar que el hombre alado había sido sólo un sueño y por las noches, acostada en su hamaca y antes de dormir, miraba hacia el cielo por una rendija del humilde rancho; buscaba las estrellas, pero también buscaba el sueño que volaba.

El pueblito se fue recuperando poco a poco. La gente fue tomando el ritmo básico de vida gradualmente.

Una tarde, tres años después de la tragedia de El Chulo, María Xicotencatl se  fue a buscar leña al bosque de las faldas del cerro. Iba distraída mirando una flor de cinco negritos que había cortado, cuando escuchó un ruido en las ramas de un árbol. Levantó la mirada y ahí estaba él. Se quedó paralizada con las manos frías. Lo había estado buscando tanto por las noches en el cielo, y ahora que se lo encontraba se congelaba de miedo.

-No tengás miedo –le dijo el ser alado, claramente en náhuat, y con una voz masculina y serena.

María Xicotencatl no le contestó ni le quitó la vista de encima. De alguna manera el tono de la voz del extraño la tranquilizó un poco, pero siempre sentía temor y desconfianza, especialmente porque los ojos del extraño parecían reflejar odio.

-Sólo vine a agradecerte por haberme ayudado.

Ella continuaba en silencio, sin embargo quería preguntarle quién era, qué era o cómo se llamaba, pero de su boca no podían salir las palabras ni sus dudas.

-Yo puedo escuchar tus palabras y tus dudas –dijo el ser alado-. Soy tu amigo. Mi nombre es Kérridat, el cual es en realidad sólo un nombre accesible a tu lenguaje.

Ella comprendió al instante que el ser alado leía su mente.

-Yo soy María Xicotencatl o… ya lo sabías, ¿verdad?

Kérridat asintió y sonrió.

-Estoy en deuda con vos y también con todos tus descendientes, María Xicotencatl.

-Pero si yo no tengo hijos –dijo la mujer.

-Pero los tendrás –le contestó suavemente Kérridat.

Luego se puso de pie en la gruesa rama del árbol.

-Muchas gracias –le dijo, mirándola fijamente a los ojos, hizo un gesto de despedida, desplegó sus grandes alas y emprendió vuelo. Volaba agitando las alas con rapidez; pero al alcanzar cierta altura, empezó a planear y a volar con la elegancia con la que vuelan las águilas o los buitres.

Ella se quedó mirándolo, con una lágrima de asombro y de alegría que rodaba en su mejilla. No quitó la vista del cielo hasta que Kérridat se desvaneció. Sí, ya volaba bien alto cuando de pronto desapareció. Así como así. María Xicotencatl se asombró, pero pensaba que la belleza de lo que ella había escuchado y contemplado era algo único, algo muy grande para no olvidar. Estaba confundida, pero muy conmovida. Se dio cuenta además de que lo que parecía odio en los ojos de Kérridat, no era realmente eso, sino más bien agudeza visual; entendió intuitivamente que esa expresión de los ojos de él reflejaba su voluntad de decisión, su valor y su entereza. Era la mirada de un halcón.

Un profundo escalofrío recorrió de arriba hacia abajo la delicada columna vertebral de María Xicotencatl, los vellos de la tersa piel de los brazos, los muslos y las piernas, se le erizaron. Sintió que toda la energía del jaguar y del universo se había mezclado en ese instante para meterse en su sangre y anidar inexplicablemente en su vientre y en su corazón, desde ese momento y para siempre.

***

María Xicotencatl continuaba ocultando su encuentro con Kérridat.

Puerta del Diablo

El cerro El Chulo, por su lado, seguía ahí, pero ahora estaba partido en dos y la muchacha pensaba a veces que las dos partes del cerro eran como dos amantes que se veían a los ojos. No odiaba a su cerro por lo que le había hecho a su pueblito. Lo seguía amando, porque su cerro había sido una víctima más de las empresas del destino.

Muchos años después, en el siglo XX, la falla orográfica del cerro El Chulo fue bautizada, por el poeta salvadoreño Raúl Contreras, como La Puerta del Diablo.

Escrito por:

Érika Valencia-Perdomo

y Óscar Perdomo León

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Pintura por José Mejía Vides.

Fotografía del cerro El Chulo por Óscar Perdomo León.