FÁTIMA MARÍA. 1992. (Capítulo VIII)


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María Josefina regresó a vivir a El Salvador a los cincuenta años de edad, seis meses después de que Gustavo, su esposo, falleciera de cáncer pulmonar en Francia. Sola y con dos hijos varones -Antonio y Juan- decidió hacerse cargo personalmente de la hacienda que su padre le heredó al morir. Trabajó un tiempo en ella; pero cuando Antonio entendió el teje y el maneje de la hacienda, se hizo cargo de ella y María Josefina regresó a Europa. Pero desde allá estaba pendiente de lo que ocurría en El Salvador. Escribía cartas con frecuencia a sus hijos.

Juan, el hijo menor, sintió que las tierras salvadoreñas eran muy estrechas para sus aspiraciones y decidió partir a Estados Unidos, convirtiéndose en marino; únicamente volvió a El Salvador en 1971 y luego se regresó hacia los Estados Unidos. Mandaba postales de los lugares más inesperados que visitaba alrededor del mundo. Nunca se casó y jamás tuvo hijos. Murió solo en Nueva York en 1987.

María Josefina, antes de morir, en 1985, pidió ser enterrada en Ahuachapán, luego de dedicar su vida a promover la educación y las artes en ese departamento. Benefició a cientos de niños campesinos al donar al Estado algunos terrenos para construir escuelas y pagar maestros para las mismas, creando un fideicomiso para esa causa.

María Josefina tuvo una única nieta a quien llamó Fátima María. El nombre lo escogió la misma María Josefina, con el consentimiento de Irene y de Antonio, los padres de la niña.

Fátima María creció en Ahuachapán, entre rumores lejanos de una guerra civil en su país. De doña Narcisa y don Laureano, con quienes vivía, aprendió a respetar la naturaleza, al prójimo, y a su padre -Antonio- a quien vio siempre como el proveedor de dinero, pero nunca como papá. Sus padres, amigos y abuelos eran la pareja de viejos que le brindaron su amor y cuidados desde que su memoria funcionaba. Fue justamente con ellos que visitó el 25 de marzo de 1980, la Basílica Sagrado Corazón para asistir a la vela del asesinado arzobispo de San Salvador Monseñor Oscar Arnulfo Romero -uno de los eventos más traumáticos para la sociedad salvadoreña- . Fátima María tenía entonces 16 años de edad y sus recuerdos guardaban la imagen en color sepia de la Basílica del Sagrado Corazón durante la noche; miraba en su mente la fila de los miles de visitantes congregados ahí para dar el último adiós. Los rezos y cánticos junto con el cuerpo descansando en la caja mortuoria, quedaron incrustados para siempre en su alma.

En los últimos años de la década del ´70, se había incrementado el accionar de los Escuadrones de la Muerte, amparados por el ejército y las fuerzas de seguridad del gobierno, de tal manera que todas las noches estos grupos sacaban de sus casas a civiles (sospechosos de colaborar con la izquierda) que luego aparecían asesinados en la calles y en las carreteras de todo El Salvador. Eran los cadáveres de estudiantes de bachillerato y de la universidad, trabajadores de fábricas, profesores, etc., que mostraban señales de haber sido cruelmente torturados. Surgían de la nada por las mañanas, decapitados y despellejados.

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También la izquierda había radicalizado su lucha, y empezó a asesinar civiles; aunque en una cantidad menor que la derecha. Estos actos desprestigiaban su «lucha por la justicia».

Un día antes de que lo asesinaran, Monseñor Romero se había dirigido hacia las fuerzas de seguridad y del ejército salvadoreños con estas palabras: “En nombre de este pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno, en nombre de Dios, ¡cese la represión!”.

Durante el momento de la consagración en la misa y justo cuando él levantaba los brazos, un disparo seco y certero le atravesó el corazón; cayó fulminado y desangrado al suelo, frente a la feligresía que no podía creer lo que ocurría. Fue llevado de emergencia a la Policlínica Salvadoreña; pero la herida que llevaba era mortal. El llanto de la nación fue general. La comunidad internacional condenó la tragedia.

Años después Fátima María rehusó comprar en oferta un vehículo volkswagen rojo de cuatro puertas que le vendían, recordando que un carro similar había conducido Amado Garay aquel fatídico 24 de marzo para transportar al francotirador que había asesinado a Monseñor Romero.

***

Con el pasar de los años Fátima María se convirtió en una joven muy especial, un tanto solitaria, pero muy independiente. Era bonita como su madre Irene y como su abuela María Josefina. Tenía ese aire agradable que hacía que las personas quisieran estar cerca de ella. Pero su don más grande era su facilidad para el lenguaje. Se expresaba con brillo y fluidez, siempre usaba la palabra correcta, pronunciaba con claridad y todo lo acompañaba con unos sutiles gestos femeninos que adornaban todo lo que decía. Se escribía cartas con su abuela al menos una vez al mes. Y fue a conocer Europa un par de veces. Su abuela quiso que se quedara estudiando allá; pero Fátima María quería volver a El Salvador.

Con el paso del tiempo se dio cuenta de la condición infrahumana en la que vivía mucha gente en El Salvador y se interesó en conocer a fondo los orígenes de la lucha interna nacional.

Al iniciar sus estudios universitarios se trasladó a la capital del país. Para entonces ya no estaba con sus queridos don Laureano y doña Narcisa. Vivía en San Salvador; pero con frecuencia los visitaba. Para ella eran su verdadera familia.

La elección de la carrera no fue difícil, aunque había tantas cosas que quería aprender. Por un lado le interesaba la ciencia, pero la fuerza de las letras y la oratoria la atraían como un imán; la historia, la antropología y la sociología formaban una trilogía difícil de ignorar.

Amaba la lectura, la fotografía, la música y la pintura, y le gustaba combinar todo eso con el punto de vista social.

Su inteligencia la había distinguido de sus coetáneos desde la infancia, así que en un intenso y verdadero examen de conciencia en donde puso sobre la mesa sus gustos, habilidades y la realidad de su país, el cual estaba enclaustrado en una guerra civil que ya llevaba un poco menos de media década, llegó a la conclusión de que estudiaría periodismo.

Luego de dos años de estudios superiores, decidió probar suerte en un concurso universitario centroamericano de fotografía, el cual ganó con un retrato en blanco y negro al que tituló «Alas» y que era la imagen de una niña de unos seis años de edad vendiendo periódicos en el Parque Libertad de San Salvador, y que estaba sentada en una de las gradas que llevan al obelisco que sostiene al Ángel de la Libertad. La fotografía fue tomada en una posición y un ángulo que permitieron ver como si las alas del ángel estuvieran en la espalda de la niña. Las alas habían sido la obsesión de Fátima María, desde aquella vez en que se cayó y fue suturada en la barbilla, después de ver lo que volaba en el cielo. Aunque nunca había logrado dilucidar exactamente qué había sido lo que sus ojos observaron aquella mañana.

El haber sido la ganadora le valió asistir a Costa Rica para recibir el premio y participar en la exposición de los trabajos concursantes; ahí fue donde representantes de periódicos extranjeros vieron la calidad de su trabajo y le solicitaron un portafolio con las mejores fotos que, al criterio de ella, hubiese tomado. Tan bien fue recibido éste que de inmediato le ofrecieron ser la corresponsal de un diario europeo; su misión sería la de cubrir la guerra civil salvadoreña en imágenes. Unió trabajo y estudios y al final de la carrera ya era una reconocida y respetada fotógrafa de guerra.

Uno de los más impresionantes momentos en su vida profesional fue cuando tuvo que cubrir fotográficamente el asesinato de los sacerdotes jesuitas junto con dos de sus ayudantes en la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” UCA, dentro del marco de la ofensiva guerrillera de noviembre de 1989.

El FMLN había desplegado una ofensiva de gran envergadura, llevando la guerra desde los cantones más alejados de la urbe, hasta la capital, San Salvador. El ejército gubernamental respondió con intensidad, utilizando gran cantidad de soldados, helicópteros y aviones.

Ese momento de guerra en la capital fue propicio para aquellos que siempre habían querido callar las críticas voces de los jesuitas. El ejército salvadoreño acordonó la UCA y durante la madrugada del 16 de noviembre ingresó al campus universitario. Los soldados dirigidos por oficiales entraron a las residencias de habitación de los jesuitas y a sangre fría ultimaron a seis desarmados sacerdotes y profesores de la universidad, entre ellos a su rector Ignacio Ellacuría. Además los soldados asesinaron a dos colaboradoras de los jesuitas, dos mujeres: la cocinera y su hija.

Por la mañana todos los noticieros internacionales ya sabían la noticia y Fátima María acudió a la escena del crimen. Era como una macabra película de guerra que se había vuelto realidad. Los cuerpos de los sacrificados estaban boca abajo sobre el pasto verde, desangrados y con fragmentos cerebrales diseminados por doquier.

Fátima María, con lágrimas en los ojos y con un gran nudo en la garganta, se movía de un lado a otro fotografiando el sombrío cuadro. Retrató todos y cada uno de los cadáveres. Ingresó a las residencias y vio las paredes ametralladas y manchadas de sangre. Fotografió la espeluznante rúbrica de los lanzallamas en la vivienda jesuítica.

Fotografiaba por olfato periodístico; pero su corazón estaba contraído y no lograba asimilar lo que sus ojos miraban. Captó el odio de aquellos que creyeron poder matar las ideas. Sus fotografías desgarradoras, crudas y realistas, tomadas con la destreza de la experiencia, dieron la vuelta al mundo.

Al finalizar su trabajo periodístico y ya en su casa, con la piel eriza y la mandíbula apretada, lloró.

Unos años después Fátima María cubrió la noticia del juicio que se llevó a cabo contra los militares. Ahí tomó la fotografía del padre José María Tojeira, estrechando la mano en señal de perdón a los militares culpables materialmente del asesinato de sus compañeros jesuitas. Aún se desconoce exactamente a los autores intelectuales del crimen. Horas después, Fátima María fotografió el bello jardín de rosas que cultivó en la UCA el esposo de la cocinera asesinada, sobre el pasto donde encontraron los cadáveres.

***

A finales de 1991 ya se oían rumores de la finalización del conflicto armado y una vez más, Fátima María fue destinada para cubrir las últimas rondas de negociación que se dieron en Nueva York. Acudió emocionada.

El 31 de diciembre de ese año no pudo contener las lágrimas de alegría, junto a miles de salvadoreños, al presenciar, fotografiar y ser partícipe del anuncio del fin de la guerra civil que tantos lamentos había causado a su pueblo. Por fin, uno de los sueños de Fátima María se hacía realidad.  Le hubiese gustado compartir esta alegría con su abuela.

En El Salvador, esa noche por unos minutos la tradicional pólvora se dejó de oír. Todas las familias estaban reunidas frente al televisor, presenciando ese anuncio tan esperado. A la medianoche los morteros y cohetes sonaron más fuertes que nunca y los abrazos de bienvenida al año nuevo fueron los más felices y llenos de esperanza en muchos años para los salvadoreños.

Las negociaciones de paz habían empezado en Ayagualo, departamento de La Libertad, a petición de José Napoleón Duarte, el entonces Presidente de la República.

Uno de los primeros que había empezado a hablar de diálogo, al inicio de los años ´80, fue precisamente uno de los sacerdotes asesinados, Ignacio Ellacuría.  Él era un intelectual de primera línea y la guerra se lo había tragado.

La firma de los Acuerdos de Paz se llevó a cabo en el castillo de Chapultepec, en México, el 16 de enero de 1992. Este acontecimiento tuvo una cobertura periodística internacional e importante y Fátima María estuvo ahí fotografiando todo el evento. Fue un día muy agitado, entre emociones desbordadas y arduo trabajo. Esa noche soñó con un ser alado.

Unos días posteriores al acto de la Firma de los Acuerdos de Paz, Fátima María abordó un vuelo México-San Salvador. Ansiaba poder reposar un poco en su cama, habían sido días muy difíciles. La mañana siguiente a su llegada, durante la ducha, planificó tomarse el día libre. Antes de desayunar releyó unas cartas nunca enviadas y manuscritas que estaban guardadas en un viejo baúl que le habían hecho llegar desde Europa cuando María Josefina murió y que narraban su experiencia con un hombre alado, pero Fátima María nunca le dio veracidad a lo que ya había leído tantas veces, porque las cartas estaban fechadas dos años antes de la muerte de su abuela y pensó que tal vez eran alucinaciones de la edad.

Al mediodía se fue a comer un gran pescado al Puerto de La Libertad; al regreso tomó la ruta alterna que de La Libertad conduce a San Salvador y que pasa por Rosario de Mora y Los Planes de Renderos; fue al llegar a la altura del mirador de este lugar que tomó la decisión de ir a la Puerta del Diablo. Quiso ir a ver el ocaso desde ahí, desde ese lugar que siempre le había parecido místico y que le daba una tranquilidad y relajación espiritual intensas. Esa puesta de sol fue magnífica, la paleta de tonos malvas, naranjas, dorados, celestes y violetas coloreaban intensamente el hilo de nubes que jugaban con los penúltimos rayos de sol. En el horizonte las sombras de las aves coronando el crepúsculo creaban una atmósfera de armonía. Había brisa proveniente del norte; sintió un poco de frío y sacó entonces de su mochila un sencillo suéter azul  –que más bien podría parecer una blusa manga larga-, y rápidamente se vistió con él. Eran las cinco y media de la tarde y una pequeña estrella se asomaba en lo alto del cielo.

Fátima María se encontraba en pleno éxtasis. Unos días atrás había tenido la gran oportunidad de ser testigo ocular de la firma de los Acuerdos de Paz, un hecho sin precedentes en la historia salvadoreña, y esa tarde estaba sentada sola en la cima de la rocosa Puerta del Diablo. Abajo quedaban los bulliciosos turistas. Desde ahí y con la luz menguando minuto a minuto miraba aún el océano, dibujado como una delgada línea azul en la lejanía. Inhaló profundamente todo el aire que sus pulmones pudieron contener y luego lo exhaló lentamente -como quien se deleita con un sabroso vino tinto en una magnífica copa-, cerró sus ojos un instante y sus labios sonrieron. Escuchó el sonido del aire. Se sentía tan libre y feliz que casi podía volar. Una corriente de aire más fría que las demás recorrió fugazmente su cuerpo. Sintió que alguien se acercaba. Rápidamente abrió los ojos.

Sentada junto a ella, con una mirada profunda y cubierto con un fino vello corpóreo blanquecino, llevando sobre su espalda unas alas enormes con plumas albas y cenizas, estaba el ser alado. Un intenso escalofrío recorrió su espalda y el temor la inmovilizó. Al instante vinieron a su mente las cartas de su abuela y su propia obsesión por las alas. Guardó silencio porque de su boca no podía salir palabra alguna. Estaba helada de miedo y de asombro.

-Soy Kérridat –dijo, y con voz ronca y pausada continuó-. Soy alguien de un punto en el espacio exterior tan lejano que vos no podés siquiera imaginar. Pero que no te extrañe. Todos somos hijos de la misma Energía Universal. Te conozco desde antes que nacieras. Te conocí aquí en este mismo lugar.

-¿Aquí? –dijo tiritando.

La voz de Fátima María denotaba un poco de sorpresa y curiosidad a la vez.

-Sí -contestó Kérridat-. Fue acá donde por primera vez te vi y aquí nació nuestra amistad.

-¿Qué? –dijo sorprendida.

-¿Conocés a María Xicotencatl?

-No –contestó Fátima María, en medio de un oleaje de estupor.

-Ella fue tu gran abuela y la conocí aquí en 1762. Te la mostraré. Cerrá los ojos.

Ella, mostrando cierta desconfianza dio un paso hacia atrás.

-No tengás miedo.

Entonces ella obedeció. Y como en un documental cinematográfico, de alta fidelidad en sonido e imagen, Fátima María empezó a mirar dentro de su cerebro las vidas de sus antepasados, que corrían de manera cronológica y en reversa. Pudo ver a su abuela fallecer en su lecho del apartamento en París y luego abrir los ojos y convertirse en una bella joven y finalmente volverse una bebé; y así sucesivamente miró a sus muchas abuelas caminando, brillando, pariendo, amando, hablando con sabiduría y también equivocándose, recorriendo la geografía nacional y la línea del tiempo. Todos los sucesos históricos que formaron este país, sus muertos, sus líderes, sus caudillos, las víctimas torturadas, los llantos y las alegrías, todas las cosas pasaron por su mente con la velocidad de las sinapsis de las células del cerebro.

Miró a tantas personas; era como si viajara por todo el mundo volando en tiempo y espacio. Vio a su heroica bisabuela María Dolores luchando por la independencia de Centroamérica; su mente fue testigo de cómo su gran abuela María Xicotencatl ayudaba a Kérridat herido durante la tragedia del cerro El Chulo. Observó más allá, mucho más allá en el profundo pasado y vio las grandes inmigraciones de indígenas que venían desde el norte.

Mientras recorría la vida de sus antepasados grandes lágrimas rodaban por sus mejillas; sonreía, suspiraba y lloraba en forma alterna y su mente recordaba al mismo tiempo el poema de Pedro Geoffroy Rivas, «Los Nietos del Jaguar»:

«anduvimos errantes

años años años anduvimos errantes

la ventisca el granizo los violentos vendavales

las grandes bestias devoradoras

nada pudo detener nuestros pasos

cruzamos ríos

montes

abismos de terror

cumbres a las que nadie se atreviera antes

pavorosos desiertos

nada pudo detener nuestros pasos

en tierra arena roca dejamos hondas huellas

junto al mar caminamos

sobre las altas sierras

de día caminamos

de noche

sin detenernos

caminamos naciendo y caminando

soñando y caminando

pariendo y caminando

caminando cantando y caminando

nada pudo detener nuestros pasos…»

Y entonces Fátima María supo que todo era verdad. Que el ser humano es todo y uno, que es diferente pero también es el mismo en todas las geografías y en todos los tiempos…

Cuando abrió los ojos, Kérridat estaba de pie. Ella también se levantó. Él le sonrió y le ofreció su mano y ella la aceptó. Lo abrazó y le acarició las alas.

En seguida Kérridat desplegó las majestuosas alas y emprendió vuelo con habilidad y elegancia. Fátima María, con una sonrisa sincera, se sentó y en silencio lo observó navegar sobre el aire y perderse en la lejanía del cielo herido por el ocaso.

Escrito por:

Érika Valencia-Perdomo

y Óscar Perdomo León

***

NOTA: no se pierdan el próximo martes el final de esta historia de la saga de las Marías: «María puede volar».
* Fotógrafa. Fotografía tomada por Juan Yanes.
** Monseñor Romero. Busto ubicado en el museo Monseñor Romero, San Salvador. Fotografía tomada por Óscar Perdomo León.

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