1
En la entrada de la casa del casco de la hacienda, Catalina Salazar, bella y atrayente, de 19 años de edad, miraba el paisaje, maravillada por las variadas tonalidades de verde y azul con que se pavoneaban las montañas, según la distancia y la luz que las cobijara.
-Aquí está el caballo, niña –le dijo el viejo mandador de la hacienda.
-Gracias, Eustaquio.
-Le traje a Colorín porque es el más tranquilo y es el que más le gusta a usted, ¿verdad?
-Sí, este animal es mi favorito -mientras lo acariciaba.
Y casi terminando de decir la frase, Catalina montó al equino y se fue trotando hacia el horizonte, como en final de película.
-No se vaya muy lejos, niña, que con todo lo que ha pasado con ésto de los comunistas, está bien peligroso.
Catalina ya no lo alcanzó a escuchar. Su mente se perdía entre el viento fresco de una mañana de mayo de 1932. Su destino era Santa Ana. Tenía ganas de cabalgar un rato por la ciudad.
Cuando llegó por fin, trotó por sus calles abiertas. El clima era fresco y Catalina se sentía de muy buen ánimo. De pronto, en una esquina, un hombre que caminaba distraído se interpuso en su camino. Ella logró detener su corcel, pero éste se asustó y se paró en dos patas; Catalina perdió el equilibrio y resbaló hasta caer al suelo empedrado. El hombre, al percatarse de lo sucedido, corrió inmediatamente para auxiliarla. Al acercarse, notó que ella estaba inconsciente. Se acurrucó junto a ella y puso la mano izquierda bajo su cabeza, como a manera de almohada. El hombre pudo ver entonces la belleza de la juventud que rebosaba en el rostro de ella.
A los dos o tres segundos, Catalina abrió los ojos. Primero vio nublado, pero después la vista se le aclaró y miró frente a ella a un hombre que le pareció muy alto, de piel blanca y ojos con un tono entre verde y azul. Él la miraba con unos ojos intensos, escrutadores pero serenos. Parecía uno de esos gringos que de vez en cuando caminan como turistas por nuestras calles. A Catalina le dolía un poco la cabeza.
-Lamento mucho lo que pasó, señorita. Fue mi culpa.
-¿Quién es usted? –le preguntó Catalina, con la voz en un susurro.
-Mi nombre es Salvador Salazar Arrué.
2
(Año 1992.)
-Yo no sabía entonces que ese joven tan apuesto, al que casi atropello, era el que sería más tarde uno de nuestros más grandes escritores –dijo doña Catalina.
-¡Ay, señora, qué romántico! –dijo exaltada Amelia-.
-Él era un hombre muy educado y su conversación era muy agradable –continuó doña Catalina-. Te hablaba de cosas cotidianas y de pronto lo escuchabas diciendo palabras profundas, meditadas, y siempre con un sentido hacia el amor. Era un artista, en el sentido más grande que se le pueda dar a esa palabra.
-¿Y esa vez en Santa Ana fue la única vez que usted lo vio?
La mirada de doña Catalina brilló al recordar. A veces añoraba volver a El Salvador.
Afuera la tarde era un poco fría y las hojas de los árboles ya estaban cayendo y desnudando a los primeros árboles; pero adentro, en la sala con magnífica calefacción, un ambiente agradable rodeaba las dos mujeres que, sentadas en unos sillones suaves, conversaban, no como jefa y empleada, sino como dos buenas y viejas amigas.
-No, Amelia, después de eso, él y yo nos vimos muchas veces. Recuerdo otra ocasión en que platicamos en la Plaza Gerardo Barrios, en San Salvador. Fue casi un año después de conocernos. Él estaba tan bello, con esos ojos expresivos y sus manos tan blancas…
***
-Es usted un hombre interesante, señor Salvador Salazar Arrué. ¿Es el mismo del pseudónimo «Salarrué» que tantos comentarios ha causado por el artículo que escribió?
-¿Artículo?
-Sí, me refiero a «Mi respuesta a los patriotas». Se ha vuelto usted muy famoso, señor –le dijo Catalina.
-No, no creo que yo sea famoso –respondió Salarrué.
-No sea modesto. Leí también lo que escribió en el periódico Patria, sobre el dirigente comunista Farabundo Martí, y mucha gente en el país lo leyó también. Me gustó el juego de palabras…
Salarrué escuchaba atento.
-Sí, lo de «Faramundo», por Farabundo.
Salarrué sólo sonrió como respuesta.
-Fue muy valiente de su parte escribir algo así, después de la derrota sufrida por esa gente, y después del fusilamiento de Farabundo. ¿Es usted comunista?
-No, claro que no… Pero eso no me impide ver la masacre de miles de compatriotas y el fusilamiento de un hombre que sólo buscaba justicia.
-¿Y en qué cree usted, Salvador?
-Creo en muchas cosas, Catalina. Creo en mirar hacia nuestro pasado personal y, más atrás aún, hacia nuestros antepasados. Creo que mirar atrás nos da una fortaleza que teníamos desde antes pero que no habíamos podido sentir, una fortaleza edificada con los logros y los fracasos de aquellos que estuvieron vivos en esta tierra.
-¡Habla de esos muertos como si hubieran fallecido hace más de cien años!
-No importa si fue ayer o hace cien años. El pasado es el pasado, y muy pronto usted y yo, con el tiempo, también seremos parte del pasado…
3
-¡Hola, Salvador! No esperaba verle. Qué sorpresa más agradable.
Catalina estaba sentada en una banca del parque leyendo un libro que desde que lo vio por primera vez le pareció interesante: «El libro del trópico». El viento fresco de octubre de 1934 traía los frutos más amorosos de la literatura. Catalina, que había estado concentrada en la lectura, rebosaba de juventud y buen ánimo. La brisa fresca rozaba su rostro.
-Me halagan sus palabras, Catalina.
-¿Cómo supo que yo estaría aquí?
-No lo sabía, al menos conscientemente –le contestó Salarrué-. Pero algo inexplicable me trajo hasta aquí. En el inconsciente a veces somos más sabios y es conveniente dejarnos guiar por él de vez en cuando. Y fue lo que yo hice hoy.
-¡Pues aplaudamos y demos un aleluya al inconsciente! –replicó emocionada Catalina.
Salarrué lanzó una carcajada espontánea y breve. Sonrió y le dijo:
-Sé que a usted le gusta leer, así que le quiero regalar este librito mío recién publicado –y se lo entregó a Catalina, pero ella se lo devolvió en el acto.
-No me lo va a dar así nada más. El obsequio tiene que ser completo –le dijo con una dulce sonrisa-. ¿No me lo va a autografiar?
Salarrué se alegró y se sentó junto a ella. Escribió entonces en la primera página: «Para mi querida amiga Catalina, con el sincero destello nacido en este terruño de sencillo légamo, ceniza y corazón.» Luego, con una mirada verde y diáfana, le entregó nuevamente el libro a Catalina. Ella leyó en silencio la dedicatoria. Y después, en voz alta, leyó con emoción el título del libro:
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Escrito por
Óscar Perdomo León
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Fotografía «Caballo en la niebla» tomada por:
Óscar Perdomo León
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Pintura de mujer, realizada por Craig Pursley
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