En la vida uno va aprendiendo cosas que ni se imagina, cosas que a veces no las enseñan en las escuelas ni en las universidades, como algunas de las experiencias que he tenido en mi profesión de médico.
En uno de los hospitales en donde he trabajado conocí una vez a un señor que tenía una enfermedad pulmonar crónica. Ingresaba al hospital de vez en cuando en el año con intensos broncoespasmos o infecciones a repetición; pero con el pasar de los meses sus ingresos se volvieron más frecuentes, así que llegué a conocerlo un poco mejor, es decir, de una manera más allá de la relación médico-paciente. Su nombre era Secundino Martínez.
Como había sido un fumador empedernido le costaba mucho dejar del todo su vicio y de vez en cuando se fumaba a escondidas un cigarrillo, cuando el sol empezaba a ocultarse. Se iba para la parte posterior del Servicio de Medicina y se sentaba en una piedra a mirar el horizonte. Había en su rostro una expresión de dignidad que sólo era interrumpida por sus ataques de tos flemosa. Era mucho mayor que yo y eso le daba un aire de misterio.
Así supe que provenía de una familia pobre del campo y que había luchado en «la guerra de las cien horas» entre El Salvador y Honduras. Después, cuando a mediados de los años ’70 El Salvador empezó a ponerse violentamente caliente, se marchó ilegalmente hacia los Estados Unidos y allá trabajó en miles de cosas y aprendió inglés en las calles a fuerza de golpes y golpes que le dio la vida. Luego logró estudiar el bachillerato y se le pegó el hábito de leer, en español y en inglés. Con el tiempo se casó. Tuvo dos hijas y luego, en un vuelco inesperado del destino, las tres fallecieron en un accidente de tránsito en San Francisco. Eso lo desplomó tremendamente.
Lo que he contado es una caída acelerada que cuesta trabajo tragar. Pero él, como pudo, tuvo que tragársela toda.
Se tiró de lleno al alcohol, perdió casi todos los bienes materiales que tenía y estuvo cerca de morir de frío en una de las calles inclinadas de la ciudad del Golden Gate.
Hasta que una mañana se despertó, se avergonzó de sí mismo y se hartó de lo bajo que había caído, y decidió volver a El Salvador.
Todo esto me lo fue contando gradualmente, en cada visita obligada que él hacía al hospital. Su voz era pausada, cansada a veces, pero rotunda, segura, con una pronunciación muy clara.
Cuando lo descubría escondido tras las paredes más solitarias del hospital fumándose sus cigarrillos, sólo me sonreía, me hacía un gesto de «no puedo evitarlo», pero luego volvía a sonreír y botaba el cigarrillo y lo apagaba con su pie. Yo, amable pero firme, le explicaba lo perjudicial que resultaba para su salud el seguir fumando. El me escuchaba con paciencia y agradecía mi interés.
Le llegué a poner cierto cariño, como se le pone a un amigo, y me gustaba platicar con él. Creo que él, solitario como era, llegó a tener confianza en mí, como médico y como amigo. A mí me gustaba escuchar sus numerosas historias, esas anécdotas intensas que salían del corazón, porque las había vivido.
Me regaló un par de libros que aún conservo. Y yo le regalé uno que otro también.
Aquí en El Salvador la vida no lo trató mejor que en los Estados Unidos; pero trabajó honradamente y trató de rehacer su vida sentimental en un par de ocasiones, pero nada fue perdurable. Tenía un hermano que vivía en Australia y con el cual había perdido contacto desde hacía muchos años; además tenía una hermana mayor que él a la cual también le había perdido la pista desde se fue de El Salvador. No tuvo más hijos y sus padres ya estaban muertos. Era un viejo solitario con una mísera pensión, que prefería fumar a comer y que, a pesar de lo duro de su vida, su corazón no se había amargado. Tenía una sonrisa siempre para cualquiera.
Le gustaba la música rock, especialmente la de Led Zeppelin y Pink Floyd. Y me contó que, muchas de sus noches, soñaba con la música setentera.
Un día, al llegar a recibir un turno de fin de semana en el hospital, me encontré con el alboroto que se arma cuando hay un paro cardiorrespiratorio. Los médicos y enfermeras se concentraban alrededor del paciente agonizante para darle maniobras de resucitación. Hice la fila reglamentaria para dar masaje cardiaco y al llegar frente al paciente me encontré con que era mi agradable amigo , mi paciente pulmonar que no obedecía las indicaciones médicas.
El médico que dirigía las maniobras, después del tiempo reglamentario, lo dio por fallecido a las 6:35 de la mañana. Un nudo grueso me apretó la garganta. Trabajé y cumplí con mis horas de turno. Pero cuando regresé al día siguiente a mi casa, lloré solo en mi habitación. Y después de llorar, me di cuenta que yo había sido el único en el mundo que había llorado su muerte.
Escrito por
Óscar Perdomo León
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