La naturaleza, bella y cruel como es en su perpetua dualidad, entrega esta tarde la maravilla de un ocaso que se posa mansamente en los ojos inteligentes de ese hombre que ama como nadie la vida. Su rostro, frente a la ventana de su dormitorio, está ensimismado, como quien se encuentra en un estado de concentración intensa y de creatividad burbujeante. Sus ojos brillan desde adentro al roce del tibio sol que se oculta rojo y amarillo.
Si los hombres piensan el 90 por ciento del tiempo en sexo, Arturo sólo piensa un 50, porque el resto del tiempo lo ocupa en la música. Siempre está componiendo. El piano es su cerebro; y la guitarra, su corazón. Cuando se sumerge en ese arte, Arturo es vivaz, sereno y feliz. Cuando tiene la música a su alrededor o sonando silenciosamente en su cabeza, él es una versión mejorada de sí mismo. Todo su mundo interno se amplía y toma colores.
Pero a pesar de este amor artístico que le proporciona vida y alegría, hay en él un pesar grande que dilapida sus emociones.
Olvidar. Recordar que le es imposible olvidar. Recordar siempre.
«Recordar». Sólo es una palabra. Sólo son tres sílabas. Sólo es una palabra con tres puñales agujereando su corazón.
De pronto una voz conocida interrumpe sus pensamientos.
-¡Amor, la cena está lista!
Suelen cenar temprano. No está solo, pero siente soledad. Profesa ese vacío dentro de sí que no logra ubicar anatómicamente. Y entre más registra ese fuerte vacío, más se vuelve musicalmente productivo. Por eso no quiere que nadie le hable. No tiene hambre y además la partitura ya está empezando a tomar forma. Pero también sabe que Matilde, su esposa, lo necesita y al final sólo se tienen el uno al otro.
-¡Ya voy, amor!
Corre el año de 1981 y la furia de la guerra civil se ha tragado poco a poco la tranquilidad de los salvadoreños. Hay inseguridad y temor en las calles; aunque los combates armados se están librando especialmente en la zona rural, en el oriente y en la franja paracentral del país, de vez en cuando la guerra llega hasta ciudades como Santa Ana, San Miguel o San Salvador, con todos esos desaparecidos o con todos esos asesinados que emergen con señales de tortura en las calles. Pero eso no es lo peor: lo terrible es que los seres humanos se van acomodando, acostumbrando cotidianamente a esa situación tan irregular.
Arturo se dirige al comedor y la mesa ya está servida. Ella enciende la luz del comedor porque el sol va en camino de ocultarse completamente. Se sientan, no frente a frente, sino el uno junto a la otra, porque así se sienten más cercanos.
Los frijoles enteros, los plátanos fritos y los huevos estrellados son su acostumbrada cena. Se sonríen brevemente y comen en silencio. Pero no han transcurrido ni dos minutos cuando una ráfaga de ametralladora suena repetidas veces, muy cerca de su casa. Ambos dejan de comer y se miran a los ojos. Y sin más ni más, irremediablemente, Matilde empieza a derramar unas lágrimas. Él la abraza.
-Amor, amor, tranquila…
-No, Arturo, no puedo estar tranquila, sabiendo que Ernesto está desaparecido. No sabemos si está vivo o si está muerto.
-Está en la montaña, mujer, nuestro hijo se fue con la guerrilla.
-Esa es una suposición tuya. No tenemos ni una nota, una llamada o una carta de él.
Arturo no sabe qué contestar. Sólo la abraza fuerte y trata de mantener la calma. Otras ráfagas chisporrotean como en una especie de diálogo macabro, pero más lejanas y más repetitivas.
El timbre de la casa suena en ese instante. Matilde observa como Arturo se levanta a atender la puerta. Desde adentro ve que una vecina, una señora con la cara descompuesta y lágrimas en los ojos, le dice algo a Arturo.
Matilde alcanza a ver también cómo Arturo cae de rodillas y con las manos en la cara. Corre inmediatamente a su lado y se entera al instante que su hijo ha aparecido de la peor manera en que los desaparecidos pueden aparecer.
A dos calles de allí, Ernesto yace sin respiración ni latidos, en mitad de la calle y en plena juventud aniquilada.
Escrito por
Óscar Perdomo León
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Pintura: Mujer que llora, de Pablo Picasso
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