Él sintió que los años
se habían ido en un respiro.
.
¡Tantos cosas,
tantos pequeños detalles!
.
Se dio cuenta que había perdido
los ojos más bellos, pero también los más crueles;
los labios más dulces, pero también los más ficticios;
el diamante inverosímil,
la joya más preciosa.
.
(Así son las diosas:
altivas y celosas,
bondadosas y sanguinarias,
llenas de amor,
pero también de rencores,
sin piedad
desde la médula…)
.
Y miró él
otra vez los años idos.
Todas las risas, los abrazos, las tiernas miradas, la lujuria compartida…
Todos esos años arrancados de un tirón y lanzados al olvido.
Todo el dolor cubriendo la alegría como una penumbra mordaz y terrible.
.
Un eco sonaba en su cabeza:
«Los años idos, los años idos…»
.
De pronto un pájaro cantó en la lejanía
y algo despertó dentro de sí
como una secular
epifanía.
.
Los años habían pasado, sí, pero comprendió que la vida
aún latía,
débil y golpeada, es cierto,
pero aún hervía,
con una ferocidad
y una nobleza
admirables,
en lo más recóndito
(y brillante)
del corazón.
.
Aspiró profundo,
levantó la mirada
y el horizonte
se abrió
prodigioso.
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Escrito por
Óscar Perdomo León
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Fotografías cortesía de H. H. B.
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