CATALINA y SALVADOR


Jorge Frasca, pintor argentino

*

I

En la entrada de la casa del casco de la hacienda, Catalina, de 19 años de edad, miraba el paisaje maravillada por las variadas tonalidades de verde y azul con que se pavoneaban las montañas, según la distancia y la luz que las cobijara.

-Aquí está el caballo, niña –le dijo el viejo mandador de la hacienda.

-Gracias, Eustaquio.

-Le traje a Colorín porque es el más tranquilo y es el que más le gusta a usted, ¿verdad?

-Sí, este animal es mi favorito.

Y casi terminando de decir la frase, Catalina, bella y atrayente, se fue trotando, como en final de película, sobre el equino hacia el horizonte.

-No se vaya muy lejos, niña, que con todo lo que ha pasado con esto de los comunistas, está bien peligroso.

Catalina ya no lo alcanzó a escuchar. Su mente se perdía entre el viento fresco de una mañana de mayo de 1932. Su destino era Santa Ana. Tenía ganas de cabalgar un rato por la ciudad.

Cuando llegó por fin, trotó por sus calles abiertas. El clima era fresco y Catalina se sentía de muy buen ánimo. De pronto, en una esquina, un hombre que caminaba distraído se interpuso en su camino. Ella logró detener su corcel, pero éste se asustó y paró en dos patas y Catalina perdió el equilibrio y resbaló hasta caer al suelo empedrado. El hombre al percatarse de lo sucedido, corrió inmediatamente para auxiliarla. Al acercarse notó que ella estaba inconsciente. Se acurrucó junto a ella y puso la mano izquierda bajo su cabeza, como a manera de almohada. El hombre pudo ver entonces la belleza de la juventud que rebosaba en el rostro de ella.

A los pocos segundos Catalina abrió los ojos. Le dolía un poco la cabeza. Primero vio nublado, pero después la vista se le aclaró y miró frente a ella a un hombre de piel muy blanca y ojos  verdes. La miraba con unos ojos intensos, escrutadores pero serenos. Parecía uno de esos gringos que de vez en cuando caminan como turistas por nuestras calles.

-Lamento mucho lo que pasó, señorita. Fue mi culpa.

-¿Quién es usted? –le preguntó Catalina, intrigada, con la voz casi en un susurro.

-Mi nombre es Salvador Salazar Arrué.

Miguel Ángel Avataneo, pintor argentino**

II

-Yo no sabía que ese joven tan apuesto, al que casi atropello, era el que sería más tarde uno de nuestros más grandes escritores –dijo doña Catalina.

-¡Ay, señora, qué romántico! –dijo Amelia-. ¿Y qué pasó después?

-Bueno, él era un hombre muy educado y su conversación era muy agradable. Te hablaba de cosas cotidianas, como para romper el hielo, y de pronto lo escuchabas diciendo palabras profundas, meditadas, y siempre con un sentido hacia el amor. Era un artista, en el sentido más grande que se le pueda dar a esa palabra.

-¿Y esa vez en Santa Ana fue la única vez que usted lo vio?

La mirada de doña Catalina brillaba al recordar. Extrañaba su patria. Quería volver a El Salvador. Afuera la tarde era un poco fría y las hojas de los árboles ya estaba cayendo y desnudando a los primeros árboles; pero adentro, en la sala con buena calefacción, un ambiente agradable rodeaba las dos mujeres que, sentadas en unos sillones suaves, conversaban, no como jefa y empleada, sino como dos buenas amigas.

-No, Amelia, después de eso él y yo nos vimos muchas veces. Recuerdo otra ocasión en que platicamos en la plaza Gerardo Barrios, en San Salvador. Fue casi un año después de conocernos. Él era tan alto, bello, con esos ojos expresivos y sus manos tan blancas…

 ***

-Es usted un hombre interesante, señor Salvador Salzarar Arrué. ¿Es usted el mismo del pseudónimo Salarrué que tantos comentarios ha causado por el artículo que escribió?

-¿Artículo?

-Sí, me refiero a «Mi respuesta a los patriotas». Se ha vuelto usted muy famoso, señor –le dijo Catalina.

-No, no creo que yo sea famoso –respondió Salarrué.

-No sea modesto. Leí también lo que escribió en el periódico Patria, sobre el dirigente comunista Farabundo Martí, y mucha gente en el país lo leyó también. Me gustó el juego de palabras…

-¿Juego de palabras?

-Sí, lo de Faramundo, por Farabundo.

Salarrué sólo sonrió como respuesta.

-Fue muy valiente de su parte escribir algo así, después de la derrota sufrida por esa gente, y después del fusilamiento de Farabundo. ¿Es usted comunista?

-No, claro que no. Ni por cerca soy comunista. Pero eso no me impide ver la masacre de miles de compatriotas y el fusilamiento de un hombre que sólo buscaba justicia.

-¿Y en qué cree usted, Salvador?

-Creo en muchas cosas, Catalina. Creo que mirar hacia nuestro pasado y, más atrás aún, hacia nuestros antepasados, nos permite recuperar una fortaleza que teníamos desde antes pero que no habíamos podido sentir, una fortaleza edificada con los logros y los fracasos de aquellos que estuvieron vivos en esta tierra.

-¡Habla de esos muertos como si hubieran fallecido hace más de cien años!

-No importa si fue ayer o hace cien años. El pasado es el pasado, y muy pronto usted y yo, con el tiempo, también seremos parte del pasado…

 ***

-Para entonces, sólo había publicado un par de libros.

-Ay, señora –le dijo Amelia-, yo lo he leído un libro de él como cincos veces y no me aburro.

-Bien recuerdo la primera vez –continuó diciendo doña Catalina- que tuve en mis manos un ejemplar de uno de sus libros…

 ***

Estaba sentada en una banca del parque, leyendo un libro que desde que lo empezó, le pareció interesante: «El libro del trópico». El viento fresco de octubre de 1934 traía los frutos más amorosos de la literatura. Catalina, concentrada en la lectura, rebosando de juventud y buen ánimo, sentía la brisa fresca en el rostro. De pronto alcanzó a mirar en el suelo una sombra que se acercaba a ella. Levantó el rostro y se encontró con una sonrisa amable.

-¡Hola!  No esperaba verle. Qué sorpresa más agradable.

-Me halagan sus palabras, Catalina.

-¿Cómo supo que estaría yo aquí?

-No lo sabía, al menos conscientemente –le contestó Salarrué-. Pero algo inexplicable me trajo hasta aquí. En el inconsciente a veces somos más sabios y es conveniente dejarnos guiar por él de vez en cuando. Y fue lo que yo hice hoy.

-¡Pues aplaudamos y demos un aleluya al inconsciente! –replicó emocionada Catalina.

-Sé que a usted le gusta leer, así que le quiero regalar este librito mío recién publicado –y se lo entregó a Catalina. Pero ella se lo devolvió en el acto.

-No me lo va a dar así nada más. El obsequio tiene que ser completo –dijo Catalina, con una dulce sonrisa-. ¿No me lo va a autografiar?

Salarrué sonrió y se sentó en la banca, junto a ella. Escribió entonces en la primera página: «Para mi querida amiga Catalina, con el sincero destello nacido en este terruño de sencillo légamo, ceniza y corazón.»  Luego, con una mirada verde y diáfana, le entregó nuevamente el libro a Catalina. Ella sonrió al leer en silencio la dedicatoria. Y después, en voz alta, leyó con emoción el título del libro:

-¡Cuentos de barro!

Escrito por:

Óscar Perdomo León

* Pintura de Jorge Frasca, argentino.

** Pintura de Miguel Ángel Avataneo, argentino.

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